Uno de los descubrimientos más revolucionarios y recientes de la neurociencia a propósito del aprendizaje es que, independientemente de la edad, nunca es tarde para aprender, y que ese aprendizaje influye profundamente en la configuración anatómica de nuestro cerebro. Aprender cosas nuevas, ejercitar nuestras capacidades cognitivas, nos cambia de un modo observable incluso en períodos de corta duración.
Hasta hace poco, pues, se consideraba que los 20 años era más o menos la edad en la que nuestro cerebro establecía conexiones neuronales más o menos fijas. Pero esto no parece ser así. Nuestro cerebro, si así lo queremos, puede cambiar hasta edades muy avanzadas.
Por ejemplo, practicar malabares durante tres meses produce un incremento de la sustancia gris de ambos hemisferios cerebrales, en la región temporal media y en el surco intraparietal posterior izquierdo (áreas asociadas al procesamiento y retención de información visual compleja del movimiento), aunque los practicantes ya sean adultos.
Incluso algo tan comúnmente considerado propio de edades infantiles como es la capacidad de aprender idiomas nuevos, sigue modificando la morfología cerebral en edades provectas, tal y como explica Maria Kunnikova en ¿Cómo pensar como Sherlock Holmes?:
A un grupo de adultos que asistieron a un curso intensivo de nueve meses de chino moderno, se les reorganizó progresivamente la sustancia blanca cerebral (según mediciones mensuales) en las áreas del lenguaje del hemisferio izquierdo y en las correspondientes del derecho, así como en el genu (extremo anterior) del cuerpo calloso, la red de fibras neuronales que conecta los dos hemisferios.
Si no usas tu cerebro, te atontas
Puede resultar muy prometedor descubrir que si ejercitamos nuestro cerebro, si nos enfrentamos a nuevos retos cognitivos, si no perdemos el anhelo de aprender, independientemente de nuestra edad, podremos cambiar nuestro cerebro a mejor. Pero ello tiene una contrapartida: si no lo hacemos, nuestro cerebro cambiará a peor.
Ignoro si ello tendrá relación con el hecho de que muchos conocidos, una vez abandonada la época universitaria, parecen cada vez menos brillantes e ingeniosos, como si hubieran puesto el piloto automático vital y se condujeran por la vida en modo zombi, en plan “me levanto, voy a trabajar en algo monótono y aburrido, recojo a los niños del colegio, veo un programa tonto en la tele, y a la cama”. Pero lo cierto es que nuestro cerebro desaprende si no lo empleamos con tanto ahínco, como un músculo que se atrofia.
Por ejemplo, en el anterior ejemplo de los practicantes de malabarismos, tras abandonar la práctica y transcurrir un tiempo, los escáneres revelaban que la sustancia gris, que tan pronunciada era durante el entrenamiento, había menguado drásticamente.
Todo aquel entrenamiento había empezado a esfumarse, no solo a nivel práctico, sino incluso a nivel neuronal. Es decir, que si no estamos reforzando conexiones neuronales, las estamos perdiendo.
Nosotros podemos poner punto final a nuestra educación, si así lo decidimos. El cerebro, nunca. Seguirá reaccionando al uso que queramos darle. La diferencia no está entre aprender o no, sino en qué y cómo. Podemos aprender a ser pasivos, a abandonarnos, en definitiva, a no aprender, como igualmente a ser curiosos, a buscar, a seguir aprendiendo cosas que igual ni siquiera sabíamos que necesitábamos saber.
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