En otro artículo profundizábamos en cómo la idea de reputación, mezclada con la teoría de la selección de grupos, propiciaba que se reprodujeran en mayor medida las personas altruistas y cooperadoras antes que las egoístas. Con todo, hay muchas razones que impulsan esta dinámica cooperadora en la especie humana.
A continuación mencionamos cinco, posiblemente los cinco motores principales de nuestra tendencia a cooperar con nuestros semejantes a fin de alcanzar hitos que individuamente quedarían demasiado lejos de nuestras manos.
1. Repetición
Reciprocidad directa, es decir, "te rasco la espalda si tú me rascas la mía". O tal y como escribió de forma más sofisticada el filósofo David Hume en su Tratado de la naturaleza humana (1740):
Aprendo a servir a otro, sin albergar ninguna simpatía real por él: porque preveo que él podrá devolverme el servicio en cuanto se dé tal ocasión.
2. Reputación
Reciprocidad indirecta. Es decir, mi comportamiento con el otro depende de cómo el otro se haya comportado con los demás o conmigo mismo en repetidas ocasiones. O siguiendo en el anterior ejemplo: “Si rasco la espalda, alguien rascará la mía”.
3. Selección espacial
Algunos individuos interactúan entre ellos más a menudo que con los demás. Tal y como señala Martin H. Nowak en su libro SuperCooperadores:
Ahora los cooperadores pueden prevalecer formando redes y agrupamientos en los que se ayudan entre ellos. Del mismo modo que las lentes gravitacionales inclinan la luz de una galaxia, así la estructura de una población inclina la trayectoria de la evolución.
4. Selección multinivel
Como explicábamos más ampliamente aquí, la selección no sólo parece actuar en los individuos, sino también en los grupos, y los grupos donde florecen más individuos altruistas son los que más prosperan. Esta regla es positiva siempre que se mantenga una condición: la relación beneficio/coste es mayor que uno más la relación tamaño de grupo/número de grupos.
5. Selección por parentesco
Somos más proclives a cooperar o ser altruistas con personas que tengan alguna clase de parentesco genético (o incluso si no hay genes de por medio, gracias los vínculos nepotistas que, por ejemplo, propician que amemos a un hijo adoptado tanto como a un niño con el que compartimos el 50 % de sus genes). Con mucha retranca, J. B. S. Haldane resumió así esta selección por parentesco:
Daría su vida por dos hermanos o por ocho primos
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