Se tiende a considerar que vivimos tiempos convulsos, crepusculares, en los que casi se oyen de lejos las trompetas del Apocalipsis. Y bueno, en cierta forma es así. Pero también es verdad que esa tendencia ha existido siempre, en todas las épocas de la historia: consultad las reflexiones de cualquier mente preclara de hace siglos y os dará la impresión de que está fiscalizando el siglo XXI, con telebasura incluida.
Siempre ha existido incultura, moda, vanidad, racismo, violencia, avaricia y otras lacras sociales. Incluso me atrevería a decir que, a grandes rasgos, todas esas lacras cada vez son menos serias: con nuestros altibajos, vamos a mejor. Por eso hay que echarse a reír y señalar algún libro de historia o antropología cada vez que alguien nos diga que antes se vivía mejor (en general, no en particular) o que vivimos hacinados en ciudades cada vez más inseguras, alienantes o... materialistas y consumistas.
Lo cierto es que en los idílicos bosques de Bambi hay tanta o más mezquindad, inseguridad y consumismo que en cualquier barrio del extrarradio de una gran ciudad. Pero hoy vamos a centrarnos sólo en una de estas facetas: el consumismo, y sus hermanos gemelos la avaricia y el materialismo.
El vil metal, el brillo fenicio, la especulación inmobiliaria, las entidades bancarias… todos males del siglo XX y desconocidos en los arcádicos mundos de Yupi, tienen un origen más genético que cultural, más visceral que educativo. Somos netamente consumistas (incluso puede que hoy seamos menos consumistas que nuestros ancestros, porcentualmente hablando). Y la mejor prueba de ello la aporta, cómo no, el antropólogo Marvin Harris al referirse a los amerindos.
Los amerindos son el paradigma del consumo más desaforado y el anhelo por acumular riquezas a lo Tío Gilito por el simple hecho de escalar socialmente. Y no viven en Wall Street ni llevan corbata sino que habitaban las regiones costeras del sur de Alaska, la Columbia Británica y el estado de Washington.
Esta región fue descubierta por los antropólogos a principios del siglo XX que, asombrados, asistieron en primera persona a una costumbre conocida entre los amerindios como potlatch. Marvin Harris define así este desquiciado fenómeno pecuniario:
El objeto del potlatch era donar o destruir más riqueza que el rival. Si el donante del potlatch era un jefe poderoso, podía intentar avergonzar a sus rivales y alcanzar admiración eterna entre sus seguidores destruyendo alimentos, ropas y dinero. A veces llegaba incluso a buscar prestigio quemando su propia casa. Ruth Benedict ha hecho famoso el potlatch en su libro Patterns of Culture, que describe cómo funcionaba el potlatch entre los kwakiutl, habitantes aborígenes de la Isla de Vancouver. Benedict pensaba que el potlatch formaba parte de un estilo de vida megalómano característico de la cultura kwakiutl en general.
(…)
Los kwakiutl solían vivir en aldeas de casas de madera, próximas a la costa y en medio de bosques de lluvias de cedros y abetos. Pescaban y cazaban en los fiordos y estrechos salpicados de islas de Vancouver en enormes canoas. Siempre ávidos de atraer a los comerciantes, hacían destacar sus aldeas erigiendo en la playa los troncos de árboles esculpidos que erróneamente hemos llamado “postes totémicos”. Los grabados en estos postes simbolizaban los títulos ancestrales que reivindicaban los jefes de la aldea.
En el próximo capítulo descubriremos más detalles del potlatch, así como otras sociedades aparentemente conectadas con el espíritu de la naturaleza que, como la de los Amerindios, se pirrarían por pasearse por Tiffany´s.
Vía | Vacas, cerdos, guerras y brujas, de Marvin Harris