El 30 de junio de 1908 tuvo lugar lo que parecía una enorme detonación termonuclear a unos ocho kilómetros de altura sobre Tunguska, en Siberia.
En realidad, lo que probablemente tuvo lugar fue la explosión de un cometa que venía del espacio: al no alcanzar la superficie, no se produjo cráter, y la falta de restos nos hace suponer que se trataba de un cometa (que está formado por hielo, que se evaporó) y no de un asteroide. Se calcula que el objeto debería tener unos 80 metros de diámetro.
En 1927, una expedición logró penetrar hasta el lugar de la explosión, y lo que observó confirmó que, en efecto, se había producido una explosión que había descuajado o incendiado todos los árboles de una extensión de unos 2.000 kilómetros cuadrados. Eso supone que se destruyeron no menos de sesenta millones de árboles en apenas unos segundos. La energía liberada se ha establecido, mediante el estudio del área de aniquilación, en aproximadamente treinta megatones.
La explosión fue detectada por numerosas estaciones sismográficas y hasta por una estación barográfica en el Reino Unido debido a las fluctuaciones en la presión atmosférica que produjo.
¿Debemos tenerle miedo a otro evento similar? Tal y como explica Florian Freistetter en su libro Un cometa en la coctelera, la respuesta corta es no. La larga: los eventos tipo Tunguska son raros, y lo más probable es que tenga lugar en una zona deshabitada: «dos tercios de la superficie terrestre los ocupan los mares y océanos, y amplias regiones continentales también están en gran medida desiertas».
Imagen | andrewsrj
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