Yo también fui uno de esos niños que se compró un telescopio para mirar los planetas y las estrellas. Que soñaba con el espacio exterior y con los ovnis. Que incluso fantaseaba con la idea de que algún día vendrían de un lejano mundo para proponerme alistarme en un flota espacial, tal y como ocurría en la película El último Stafighter.
Con el transcurrir de los años, no obstante, acepté que eso nunca iba a pasar, que no existían flotas estelares extraterrestres. Y que acaso era más probable ir al espacio si yo era una mosca o cualquier otro animal y no un niño, pues luego descubrí que los primeros animales en viajar fuera de la Tierra (el espacio exterior comienza a una altitud de 100 kilómetros) fueron las moscas. Concretamente una mosca de la fruta, que fue introducida en un cohete americano V2 y convertida en diminuto astronauta en julio de 1946.
Los humanos y las moscas somos más parecidos de lo que pensamos, y compartimos tantos genes que tres cuartas partes de las enfermedades humanas tienen su equivalente en el código genético de las moscas de la fruta. Pero las similitudes no me servían. Tampoco con el resto de animales que se convirtieron en astronautas más tarde, como los chimpancés, las ranas, las ratas, los gatos, las avispas, los escarabajos, las arañas, los peces momia, los gusanos nematodos o los tritones. Hasta una tortuga llamada Horsefield, enviada por los rusos en 1968, fue el primer ser vivo que orbitó alrededor de la Luna. Sin duda fue una tortuga más veloz que la de la fábula de la tortuga y la liebre.
También asumí que los ovnis en realidad sólo eran fenómenos perfectamente naturales que yo no conocía pero que estaban ya descritos en multitud de libros. Aún así, empecé a disfrutar de otra forma del cielo nocturno, de una forma quizá cualitativamente mejor, más apasionante, más profunda. Creo que Natalie Angier lo describe mucho más elocuentemente que yo en El canon:
De los siete pecados capitales, tal vez sea el orgullo el que disponga del menú más variado de antídotos. ¿Necesitamos una rápida infusión de humildad? Basta con que subamos a un promontorio panorámico de nuestra cordillera favorita y echemos un vistazo sobre el vasto acordeón de cachemira del paisaje terrestre, los pliegues que se hinchan y deshinchan silenciosamente hacia el lejano horizonte, sin dignarse siquiera a despreciarnos. O bien, intentémoslo con el cuenco estrellado del cielo del desierto y tengamos en cuenta que, por numerosísimo que nos parezca el proscenio que tenemos sobre nuestras cabezas, estamos contemplando a simple vista sólo unas 2.500 estrellas, de los 300.000 millones que pueblan nuestra Vía Láctea, y que tal vez existen otros 100.000 millones de galaxias en el Universo, más allá de nuestra vista.
Como dice Carl Sagan en Cosmos, un puñado de arena contiene unos 10.000 granos, que ya es un número superior al de estrellas que podéis ver a simple vista en una noche despejada, pero en número total de estrellas no sólo supera a los granos de ese puñado de arena, sino al todos los granos de arena de todas las playas de nuestro mundo.
Eso en cuanto a estrellas, en cuanto a galaxias, a simple vista, sólo podréis atisbar cuatro, aunque simultáneamente sólo podréis contemplar dos (dos desde cada hemisferio). En el hemisferio norte podréis ver (si la contaminación os lo permite) la Vía Láctea y Andrómeda (M31) y en el hemisferio sur son visibles la Gran Nube de Magallanes y la Pequeña Nube de Magallanes.
Aunque es difícil de demostrar, algunos con mejor vista y una tasa de contaminación atmosférica menor, aseguran haber localizado también la M33 en el Triángulo, la M81 en la Osa Mayor y la M83 en Hidra.
Lo mismo sucede con el número de estrellas que podemos contar a simple vista. Según la persona y la zona, varían enormemente. En la página web StarRegistry existe la posibilidad de bautizar a una estrella con vuestro nombre o el que vosotros elijáis por sólo 112 dólares canadienses (o 190 si añadimos un certificado enmarcado para dar envidia a nuestras visitas). Sin embargo, las estrellas visibles que ofrecen (2.873) no están disponibles, pues ya están todas bautizadas con nombres históricos o científicos.
Las estrellas no sólo titilan, inspiran sonetos o son la excusa perfecta para tumbarse a mirar el cielo durante la noche, también constituyen nuestra esencia, como bien describe el divulgador científico Eduardo Punset en su libro Por qué somos como somos:
El oxígeno que respiramos, el calcio de nuestros huesos, el hierro de nuestra sangre y el carbono de nuestras células se forjaron hace miles de millones de años en el interior de las estrellas. Por eso para entender nuestro origen debemos entender primero el de las estrellas.