En un remoto bosque tropical que hacía frontera con Brasil vivían los últimos indios waiwai. Los pocos que aún no había decidido trasladarse a las ciudades o los campamentos patrocinados por el gobierno, conservaban unos conocimientos sobre cosmología equiparables a los de los habitantes del occidente precientífico: tanto los movimientos de los planetas como los ciclos de las estaciones tenían un origen mitológico.
Irónicamente, a unos cuatrocientos kilómetros de allí, en Kourou, se estaba preparando el lanzamiento de un cohete espacial, un Ariane.
Los wawai no progresaban apenas en su comprensión objetiva del mundo. Si, por ejemplo, llovía, quizá es que el cielo estaba triste por la muerte de algún wawai. O si la Luna se teñía de rojo al caer la tarde, entonces es que alguien de la tribu estaba albergando pensamientos violentos.
Para los wawai, la naturaleza operaba en función de sus deseos, su comportamiento moral, sus súplicas, sus sacrificios, e incluso sus matanzas. Los wawai obraban igual que los seguidores de los cultos Cargo que florecieron en el Pacífico Sur durante los asentamientos norteamericanos de la Segunda Guerra Mundial.
Por el contrario, los científicos que preparaban el lanzamiento del cohete a pocos kilómetros de allí observaban el universo como una máquina ordenada que funcionaba a expensas de los deseos y anhelos de los seres humanos. Esta manera de ver el mundo es tan revolucionaria que apenas tiene unos siglos de tiempo, a pesar de que el ser humano lleva miles de años sobre la Tierra.
Con todo, muchos universitarios no formados en las ciencias que impulsaban la construcción y lanzamiento de aquel cohete interpretaban el cohete como un objeto totémico, a veces asociando su construcción a connotaciones sobrenaturales del tipo “¿el ser humano está violando los principios de la naturaleza”? Algunas personas conviven la ciencia sin comprenderla, como lo hacen los waiwai. O como escribe el filósofo Alain de Botton en su libro Miserias y esplendores del trabajo:
Qué talento e insolencia la de la cofradía de las batas blancas al lograr producir una impresión de sobrecogimiento místico con la única ayuda de un compuesto de perclorato amónico.
Tras el conteo en francés (Dix, neuf, sept…), el cohete elevó el vuelo como un estruendo, cruzando el cielo como una gigantesca luz en mitad de la tarde. Algunos waiwai probablemente contemplaron la ascensión en el horizonte, y tal vez pensaron en Mawari, el creador omnipotente del universo waiwai.
El mando del cohete pasó entonces de los ingenieros de Kourou a una serie de estaciones de seguimiento terrestres que rodeaban el planeta y que incluso ignoraban los habitantes de los países en los que se encontraban. La primera de ellas estaba ubicada en medio del Atlántico, en la isla Ascensión, donde un técnico solitario que había llegado en barco desde Francia un mes antes vivía en un edificio pequeño, su única responsabilidad era controlar el viaje del Ariane durante el transcurso de los cuatro minutos que seguían a la expulsión de los propulsores. Después el control se transfirió a otra estación de seguimiento igualmente solitaria al norte de Libreville, en Gabón, que a su vez fue relevada por una estación en Malindi, en Kenia. El último eslabón de la cadena fue un faro en el desierto del oeste de Australia, cuyo aislamiento, en ese momento, me sentí extraordinariamente capaz de relatar.
El cohete llegó al espacio. Los waiwai lo ignoraba, como la mayor parte de la humanidad.
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