Durante siglos se ha insistido en diferenciar la mente animal y la mente humana. Sociólogos y antropólogos consideraban que la cultura era algo exclusivamente humano. Hasta mediados del siglo XX, incluso era anatema hablar de mentes animales, así como de instintos humanos.
Lo importante eran las diferencias, no las semejanzas.
Hasta que en 1960 apareció Jane Goodall, una joven prácticamente sin formación científica que empezó a observar chimpancés del lago Tanganica. Por cierto, ahora en España estamos celebrando el 50º Aniversario de su llegada a Gombe.
Por primera vez, gracias a sus observaciones, los simios ya no se revelaron como autómatas torpes y primitivos sino como criaturas con vidas sociales casi tan complejas y sutiles como las nuestras. Y entonces empezaron a derribarse mitos que habían perdurado durante mucho tiempo:
SEXO POR GUSTO: San Agustín consideraba a los seres humanos como los únicos que mantenían relaciones sexuales por placer y no sólo para procrear. Falso. Los bonobos tienen sexo para celebrar una buena comida, por ejemplo, o para concluir una disputa o consolidar una amistad.
Muchas de estas relaciones, además, son homosexuales o se mantienen con individuos jóvenes, sin objeto de procrear.
Ahora debemos redefinir utensilio, redefinir hombre o aceptar que los chimpancés son humanos.
En la selva Tai del África occidental, los chimpancés han enseñado a sus crías, durante generaciones, a cascar nueces sobre un yunque de roca usando martillos de madera.
Vía | Qué nos hace humanos de Matt Ridley