Por mucho que filósofos y pensadores de todas las épocas de la historia hayan elucubrado sobre cuánto hay de verdad en lo que vemos y cuánto hay de construcción mental, lo cierto es que empezamos a desentrañar esas cuestiones cuando la ciencia empírica aplicó su microscopio escudriñador.
Basta de filosofías, el color no existe en la naturaleza. O, al menos, no existe en la naturaleza tal y como pensamos que existe. La luz visible está constituida por una longitud de onda que varía continuamente, sin ningún color intrínseco en ella.
La visión del color es impuesta sobre esta longitud de onda por los conos, las células fotosensibles de la retina, y las neuronas que los conectan al cerebro.
Si os apetece, podéis iniciar este viaje a través de un audio, el capítulo 6 de la novela podcast Las gafas de Platón, que yo mismo intento leer, y que contiene un fragmento dedicado a este descubrimiento:
Gracias a la casualidad (mi contrateísmo no me permite decir a Dios) me tropecé con un artículo sobre la luz y sus características. Aquella lectura fue la que atrapó para siempre mi interés, la que estiró el cordel de mi ingenio y mi sentido de la maravilla, enredado hasta aquel momento de un modo inextricable en mi cerebro. A menudo, mientras pintaba mis cuadros impresionistas, me había asaltado la curiosidad acerca de si los demás percibían igual que yo aquel conjunto de colores yuxtapuestos, pero deseché el intento de saciarla al no contar con la herramienta objetiva necesaria. Al terminar aquel artículo y aprender cómo informaba el ojo al cerebro sobre las longitudes de onda de la luz, había hallado esa herramienta: la ciencia.
No se conoce si las sensaciones subjetivas que distintas personas asocian con longitudes de onda concretas son idénticas, no obstante la ciencia puede constatar a nivel físico qué es el rojo y qué es el azul. La función principal de la ciencia era aquella: determinar de un modo más objetivo cómo son o cómo funcionan los fenómenos que nos rodean.
La visión del color empieza cuando la energía luminosa es absorbida por tres pigmentos diferentes en los conos, a los que los biólogos han denominado células azules, verdes o rojas en función de los pigmentos fotosensibles que contienen. La reacción molecular que la energía luminosa desencadena es transducida en señales eléctricas que son retransmitidas a las neuronas del ganglio retinal que forman el nervio óptico.
Aquí la información de longitud de onda es recombinada para que proporcione señales distribuidas a lo largo de dos ejes. El cerebro interpreta un eje como verde a rojo y el otro como azul a amarillo, estando el amarillo definido como una mezcla de verde y rojo.
La intensidad de la señal eléctrica que se transmita a continuación informa al cerebro de la cantidad de rojo o verde que está recibiendo la retina. La información colectiva de este tipo procedente de un enorme número de conos y de neuronas ganglionares retorna al cerebro, a través del quiasma óptico y hasta los núcleos geniculados laterales del tálamo, que son masas de neuronas que constituyen una estación de paso cerca del centro del cerebro y, finalmente, a conjuntos de células de la corteza visual primaria en la parte posterior extrema del cerebro.
En la siguiente entrega de esta serie de artículos continuaremos el alucinante viaje biológico para comprobar que el color no existe.
Vía | Cómo funciona la mente de Steven Pinker / Las gafas de Platón de Sergio Parra / Consilience de Edward O. Wilson