A menudo se acusa a la ciencia (o mejor dicho, a los científicos, esos mad doctors de batas blancas y pelos electrificados) de que antepone sus investigaciones a la moral. Que, en definitiva, su fin principal es el conocimiento o el adelanto tecnológico, no la felicidad de las personas.
Esto tiene una parte de verdad. La otra parte es que, en ocasiones, tampoco podemos dictaminar que un avance científico vaya a ser intrínsecamente malo, o intrínsecamente bueno. O quién sabe.
Esto no sólo ocurre en la ciencia, también sucede en otras disciplinas, como la economía: ambas materias afectan directamente a conjuntos demasiado complejos.
Por ejemplo, en EEUU, una ley para proteger especies en peligro de extinción puede tener buenos propósitos y, sin embargo, resultar fatal. Cuando un terrateniente temía que a un animal en peligro de extinción pudiera resultarle atractiva su propiedad, para ahorrarse problemas, optaba por talar los árboles de la propiedad para hacerla menos atractiva para dichos animales, por ejemplo.
A la larga, pues, la ley está poniendo en peligro a las especies, en lugar de protegerlas, sobre todo en el caso del búho pigmeo de los cactos ferruginosos y el pájaro carpintero de cresta roja.
Extrapolado al ámbito económico está la Ley de Norteamericanos con Discapacidades. Por miedo a que luego sea más difícil sancionar o echar del trabajo a un discapacitado protegido por dicha ley, los empresarios evitan más a menudo contratar a tales trabajadores para ahorrarse problemas.
A nivel ecológico sucede algo parecido. Muchos gobiernos han empezado ha empezado a basar sus impuestos de recogida de basura en el volumen. Pensaron que, si la gente tenía que pagar más por dos bolsas de basura que por una, pues la gente generaría menos basura.
Ocurrió justamente eso, pero el efecto secundario fue quizá mucho peor: en Alemania, los evasores del impuesto tiraban tantos restos de comida por el retrete que las alcantarillas se infestaron de ratas. En Irlanda, aumentó la quema de basuras en patios traseros, lo que produjo que en el Hospital de St. James de Dublín, por ejemplo, se triplicaran los casos de pacientes que se habían prendido fuego mientras quemaban la basura.
En Virginia, la gente que quiere evitar este impuesto tira la basura al bosque.
Lo cual me recuerda a una frase que me gusta parafrasear: las mayores catástrofes y sufrimientos siempre las han provocado aquéllos que querían imponer el bien. O: a veces el bien es más malo que el mal.
Tal vez el secreto no está en hacer leyes bienintencionadas o malintencionadas, sino leyes que tengan en cuenta los incentivos de la gente para cumplirlas.
En la próxima entrega de este artículo os hablaré de otros avances del ámbito de la ciencia que producían retrocesos y adelantos, todo mezclado.
Vía | Superfreakonomics de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner