Leer es una actividad muy propia del ser humano actual, pero es relativamente reciente. El posar nuestros ojos sobre pulpa de árbol prensada y manchada por miles de insectos de tinta tiene muy poco de natural.
De hecho, tan poco de natural que gags como el que vi el otro día en un capítulo de Family Guy no parecen tan exagerados: Brian le dice a una chica mona pero tonta que ha escrito un libro. ¿Qué?, responde ella. Un libro, como una revista pero con más páginas. ¿Ein? Es como Internet pero hecho con árboles.
Sin embargo, la lectura ha cambiado nuestra historia como especie. Pero ¿cómo sucedió la primera vez?
Según el neurocientífico francés Stanislas Dehaene, los primeros humanos que inventaron la escritura, y de paso el cálculo, pudieron hacerlo gracias a lo que él denomina “reciclado neuronal”.
Es decir, que según Dehaene, nuestra capacidad para reconocer palabras escritas usa, evolutivamente hablando, el antiguo sistema de circuitos de la especie especializado en el reconocimiento de los objetos.
Es más, al igual que la capacidad de nuestros antepasados para distinguir entre el depredador y la presa con un simple vistazo recurría a una capacidad innata para la especialización visual, nuestra capacidad para reconocer las letras y las palabras tal vez permita suponer la existencia de una capacidad más innata todavía de “especialización de la especialización.
La investigadora Maryanne Wolf amplía el punto de vista de Dehaene afirmando que es más que probable que el cerebro lector hubiese explorado senderos neuronales más antiguos, diseñados en su origen no sólo para la visión, sino para relacionar ésta con las funciones lingüística y conceptual: por ejemplo, para relacionar el reconocimiento inmediato de una huella con la deducción de que indica peligro.
Cuando nuestro cerebro se enfrentó a la tarea de leer, escribir y calcular, tuvimos a nuestra disposición tres ingeniosos principios de diseño: la capacidad para establecer nuevas conexiones entre estructuras preexistentes; la capacidad para crear áreas especializadas exquisitamente precisas de reconocimiento de patrones de información; y la habilidad para aprender a recoger y relacionar la información.
Así abunda en ello Maryanne Wolf en su libro Cómo aprendemos a leer:
El camino neuronal para el reconocimiento de las letras, los patrones de letras y las palabras se automatiza gracias a la organización retinotópica, a la capacidad de reconocimiento de los objetos y a otra dimensión de extrema importancia en la organización cerebral: nuestra capacidad para “representar” patrones aprendidos de información en nuestras regiones especializadas. Por ejemplo, cuando las redes celulares responsables del reconocimiento de las letras y de los patrones de letras aprenden a “activarse juntas”, crean representaciones de su información visual que son recuperadas con bastante más rapidez.
Y gracias a estos intrincados procesos podéis ahora mismo leer este pequeño artículo sobre los orígenes evolutivos de la lectura.
En un reciente análisis conjunto de 25 estudios de imágenes cerebrales de lectores de diferentes idiomas, los científicos cognitivos de la Universidad de Pittsburg hallaron 3 grandes regiones comunes empleadas en todos los sistemas de escritura.
La primera: el área temporoccipital (que incluye el locus hipotético del “reciclado neuronal” para la lectura y la escritura), que nos convierte en competentes especialistas visuales de cualquier escritura que leamos.
La segunda: la región frontal que rodea el área de Broca, que nos especializa en dos aspectos diferentes: en los fonemas de las palabras y en su significado.
La tercera: la región multifuncional que abarca el lóbulo temporal superior y los lóbulos parietales adyacentes inferiores, de la que usamos áreas adicionales que nos facilitan el procesar los elementos fonéticos y semánticos especialmente relevantes para los sistemas alfabético y silábico.
En conjunto, estas regiones cerebrales proporcionan una primera imagen de lo que el científico cognitivo de la Universidad de Pittsburg Charles Perfetti y sus colegas llaman “un sistema universal de lectura”. Este sistema conecta regiones de los lóbulos frontales, parietotemporales y occipitales; en otras palabras: selecciona áreas de los cuatro lóbulos del cerebro.
Vía | Cómo aprendemos a leer de Maryanne Wolf