Una típica conversación filosófica de bar acostumbra derivando en una pregunta que, antes del nacimiento de la ciencia, tenía difícil respuesta: ¿cuando yo veo un color al que llamo "rojo", tú ves exactamente lo mismo que yo?
Los seres humanos podemos distinguir unos 2,3 millones de gradaciones de color. Ello es posible gracias a la interacción de tres tipos de células cónicas en la retina, cada una de las cuales tiene un pigmento especialmente sensible a la luz de una parte diferente del espectro visual: rojo, verde y azul.
En el caso del segmento rojo/verde del espectro somos especialmente hábiles, pudiendo percibir una diferencia de un 1% en la longitud de onda. Aunque no siempre fue así. Hace 30 o 40 millones de años, nuestros predecesores mamíferos tenían una visión dicromática del mundo, sin la parte roja del espectro, tal y como explica Jennifer Ackerman en su libro Un dia en la vida del cuerpo humano:
los monos y simios de África (entre ellos, los primeros ancestros de los humanos) experimentaron la mutación de un gen para una proteína fotorreceptora que cambió su sensibilidad de la luz verde a la roja. Fue un pequeño cambio, pero algunos científicos sospechaban que dio a nuestros antepasados primates arbóreos una clara ventaja en la búsqueda de alimentos, para seleccionar los más maduros y las tiernas hojas rojas contra un fondo de follaje verdoso.
Tú no lo ves como yo
Volviendo a la pregunta inicial, lo cierto es que las personas no ven de la misma forma el espectro rojo. Cuando se ha analizado el único gen que codifica una proteína sensible al rojo en 136 personas de todo el mundo, se han hallado 85 variantes, una variedad que triplica lo que cabría esperar de otros genes. Es probable que esta variación nos proporcione a cada uno de nosotros una perspectiva única de los matices del color.
En el caso de algunas mujeres, la diferencia es todavía mayor, porque tienen un fotopigmento rojo extra:
Si la corteza visual procesa la entrada adicional de esta clase diferente de células sensibles al rojo, estas mujeres pueden ser capaces de distinguir colores que al resto de nosotros nos parecen idénticos, permitiéndoles ver un sutil mundo de color que la mayor parte de la humanidad nunca podrá apreciar. Entonces, se podría argumentar que tras el simple acto cotidiano de percibir los colores (escoger una blusa del armario, ver la luz de un semáforo, admirar un cuadro de Rothko) subyace un aparato visual perfectamente afinado para localizar las hojas y los frutos.
La visión del color es impuesta sobre esta longitud de onda por los conos, las células fotosensibles de la retina, y las neuronas que los conectan al cerebro. La química de los tres pigmentos de los conos (los aminoácidos de que están compuestos y las formas que adoptan sus cadenas al replegarse) es conocida. Lo mismo ocurre con la química del ADN en los genes del cromosoma X que los prescribe, así como la química de las mutaciones en los genes que causan ceguera para los colores.
Así pues, mediante procesos moleculares heredados, el sistema sensorial humano y el cerebro descomponen las longitudes de onda en unidades. Una disposición impuesta por la genética, y que por tanto no puede cambiarse por aprendizaje o imposición cultural.
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