No importa que hablemos de seres humanos de distintas culturas, tampoco de primates sociales no humanos en los que se ha estudiado en profundidad el desarrollo sexual (como los titís y tamarinos de Sudamérica o los macacos asiáticos). El efecto Westermarck se produce en todos ellos.
Es decir, todos ellos rechazan a los individuos con los que estuvieron estrechamente asociados en las primeras etapas de la vida, sobre todo si se trata de padres o hermanos.
Este efecto fue descubierto primero en humanos por el antropólogo finés Edward A. Westermarck. Su primera referencia apareció en la obra de 1891 Historia del matrimonio. Desde entonces, multitud de pruebas experimentales han refrendado este efecto.
Uno de los más conocidos es el que realizó Arthur P. Wolf, de la Universidad de Stanford, en relación a los “matrimonios menores” de Taiwán. Los matrimonios menores son aquellos en los que niñas no emparentadas son adoptadas por familias, criadas con los hijos varones biológicos en una relación normal de hermano-hermana y después se casan con los hijos. De esta manera, las familias se aseguran que el hijo tendrá una pareja, dada la proporción sexual desequilibrada del país.
Pues bien, Wolf examinó las historias de 14.200 mujeres taiwanesas durante 40 años, de 1957 a 1995, que habían sido contratadas para matrimonio menor. Las estadísticas se complementaron con entrevistas personales a muchas de ellas, así como a amigos y parientes.
Los sim-pua, que así se llaman a estas mujeres, no tenían relación genética con sus maridos. Sin embargo, habían sido criados como hermanos. Es decir, como si la tuvieran. Esta situación produce un curioso fenómeno: cuando la futura esposa fue adoptada antes de los 13 meses de edad, normalmente se resistió a contraer matrimonio con su hermanastro. En muchas ocasiones, sólo contraía matrimonio bajo amenaza de castigo físico por parte de la familia. Además, esta clase de matrimonios tenía un alto nivel de divorcios.
Edward O. Wilson profundiza en este estudio en su libro Consilience:
En una meticulosa serie de análisis cruzados, Wolf identificó el factor inhibidor clave como la coexistencia cercana durante los primeros trece meses de edad de uno o de ambos componentes de la pareja. Cuanto más larga y más íntima era la asociación durante este período crítico, más fuerte era el efecto posterior. Los datos de Wolf permiten la reducción o eliminación de otros factores imaginables que pudieron haber desempeñado un papel, incluida la experiencia de la adopción, el nivel financiero de la familia adoptiva, la salud para el matrimonio, la rivalidad entre hermanos y la aversión natural al incesto que pudo haber surgido al confundir a la pareja con hermanos verdaderos, genéticos.
Así pues, podemos extraer la conclusión de que nuestro cerebro está programado para no mostrar interés sexual por aquellos individuos que conocimos íntimamente durante los primeros años de nuestra vida.
Pero ¿es posible que el efecto Westermarck se originara a partir de la evolución genética mediante selección natural? ¿Realmente el incesto es tan negativo como creemos? ¿Es rechazado en todas las culturas? Lo veremos en la siguiente entrega de este artículo.