Esta anécdota es verídica. Tengo un amigo que con apenas 16 años le formuló una peliaguda pregunta a una profesora de ciencias. En clase habían estudiado ya numerosas leyes que parecían regir el universo, los cuerpos físicos, incluso los átomos. Su pregunta fue: Si todo obedece a leyes fijas e inamovibles e, incluso, éstas se pueden predecir, ¿entonces el ser humano no tiene voluntad propia y simplemente cumple un programa fijo?
Evidentemente, la pregunta no fue formulada en estos estrictos términos. Hay que añadirle algunos balbuceos. La cuestión importante fue la respuesta de la docente: Uy, pues no sé, si así fuera qué triste sería la vida, ¿no crees?
Con los años, este amigo se estuvo planteando si realmente los términos “alegre” o “triste” tenían algo que ver con el funcionamiento del cosmos. Hasta que nos conocimos 4 años después. Me formuló la misma pregunta, a la que empezamos a denominar “La Teoría”. Nos obsesionamos con ella. Y, desde entonces, nos hemos pasado una década leyendo todo lo que podíamos sobre el asunto.
Las conclusiones, pese a la respuesta “triste” de la profesora, no son demasiado halagüeñas.
En primer lugar, no son halagüeñas porque evidencian que a cierto profesorado le sacas de sus temas a impartir y se pierden. Yo todavía recuerdo lo mal que me enseñaron en educación básica el funcionamiento de la genética (estilo lamarckiano) o de un átomo (como si fuera un núcleo con órbitas como planetas en vez de una nube de probabilidades).
En segundo lugar, tampoco son conclusiones halagüeñas porque años y años de lectura cada vez me convencen más de una cosa: a nivel psicológico es improbable que seamos libres (leed a Erich Fromm y Ortega y Gasset, por ejemplo), también es improbable que lo seamos a nivel biológico, con tantas hormonas, química, ADN, etc… pero a nivel físico, la cosa todavía pinta mucho peor.
A nivel psicológico descubrimos que psicólogos y especialistas siempre han comparado nuestro cerebro con un ordenador donde se procesa gran cantidad de información y se efectúan miles de operaciones simultáneas, superando espectacularmente al ordenador más potente del mundo. Nos podríamos sentir orgullosos de ello. Sin embargo, a pesar de que no existe ningún ordenador que nos supere en número de operaciones mentales, nuestro funcionamiento intelectual comete errores, distorsiones o decisiones aparentemente caprichosas que un ordenador nunca haría. Algunos de estos errores de nuestros cerebros serían los prejuicios raciales o los estereotipos, por ejemplo. Así, cuando analizamos la información que recibimos a través de nuestros sentidos, nos dejamos llevar muy a menudo por nuestras creencias, expectativas o prejuicios. Un fragmento de Optimismo inteligente de Avia y Vázquez:
Infinidad de estudios realizados han confirmado que los análisis causales que efectuamos, solemos ser bastante benevolentes con nosotros mismos: nos atribuimos el éxito de lo que nos sucede (he aprobado el examen porque he estudiado mucho o porque soy suficientemente inteligente) y, por el contrario, solemos exculparnos por los malos resultados (me he divorciado porque mi pareja era insoportable, he suspendido el examen porque el profesor es un tirano, o se me ha caído la taza al suelo porque alguien ha tropezado conmigo). Naturalmente el estado de ánimo afecta extraordinariamente al análisis causal de la realidad.
A nivel biológico: A pesar de que el hombre ha conseguido grandes logros en los campos de la ciencia, la técnica, etc., sobrevaloramos el grado de participación del pensamiento consciente en la vida cotidiana. Está comprobado que gran parte de nuestro comportamiento aprendido queda fijado permanentemente. En los inicios del proceso, aprender algo nuevo nos resulta difícil, pero luego no tenemos que emplear gran esfuerzo para llevarlo a cabo. Por ejemplo, la mayoría de los adultos caminan, nadan, se atan los zapatos o escriben palabras sin ninguna dificultad. También hay que tener en cuenta que nuestras mejores ideas se nos ocurren cuando no somos conscientes de ello, mientras estamos pensando o haciendo algo que no tiene ninguna importancia. Así pues, de esto se desprende que somos bastante automáticos en nuestros actos; y el automatismo es lo contrario de la libertad, de la originalidad.
Como escribió Hippolyte Taine, un resumen de la naturaleza humana basado en las obras de Shakespeare definiría al hombre como una máquina nerviosa, gobernada por un capricho, dispuesta a las alucinaciones, transportada por pasiones sin freno, esencialmente no razonadora… y conducida al azar, por las circunstancias más determinadas y complejas, el dolor, el crimen, la locura y la muerte.