Imaginaos una película de ciencia ficción que empiece así: un barco del siglo XIX está explorando en océano Pacífico, dragando el fondo a fin de encontrar nuevas especies de peces. Y entonces empiezan a encontrarse rocas esféricas, un poco como patatas fosilizadas. Docenas y docenas de ellas. Tal vez habría millones en todo el lecho marino. Como si hubieran sido dejado allí por alguna especie extraterrestre. ¿Quizá eran huevos alien?
Tal argumento no pertenece a ninguna película, es lo que ocurrió en 1873 cuando Inglaterra envió al buque de investigación Challenger a explorar el océano Pacífico. Esas bolas sólidas que encontraron por doquier en el lecho marino eran esferas constituidas fundamentalmente de manganeso, un elemento químico de número atómico 25 situado en el grupo 7 de la tabla periódica de los elementos.
Y entonces (y seguimos con la realidad, aunque parezca el argumento de una película de ciencia ficción de serie B), los exploradores partieron una de las esferas de manganeso y encontraron un diente gigante de tiburón, el diente más grande jamás encontrado, de más de 13 centímetros. Sospecharon que ese diente pertenecía a una criatura (que bautizaron con el nombre de megalodón) tendría una longitud de unos 15 metros y pesaría 50 toneladas. Y que probablemente se habría extinguido porque tenía un apetito demasiado difícil de saciar.
Tal y como explica Sam Kean en su libro La cuchara menguante:
Los dientes de tiburón están dispersos por el fondo marino porque son una de las sustancias biológicas más duras que se conocen, la única parte de los cadáveres de tiburón que sobrevive a la presión del océano profundo (los escualos tienen esqueleto cartilaginoso). No está claro por qué de todos los metales disueltos en el océano, es el manganeso el que se acumula alrededor de los dientes de tiburón; lo que los científicos sí saben es a qué ritmo se produce esa acumulación: entre medio milímetro y un milímetro y medio por milenio. A partir de esa tasa han determinado que la gran mayoría de los dientes recogidos datan de hace al menos 1,5 millones de años, lo que significa que los megalodones probablemente se extinguieron más o menos por aquel tiempo.
No hay ninguna evidencia de que todavía existan megalodones, como tampoco las hay de que exista Godzilla, pero algunos investigadores heterodoxos que aún creen en su existencia sacan a colación el caso de que en 1938 apareciera en un mercado de pescado de Sudáfrica un ejemplar de celacanto, un pez primitivo del océano profundo que en otro tiempo se creyó que se había extinguido hace ochenta millones de años. Sin embargo, esto sí, sigue siendo de película de ciencia ficción de serie B.
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