El sabor es más importante de lo que parece. Nos sirve para detectar cuándo un alimento está en mal estado, pero también qué alimentos nos convienen más a nivel nutritivo.
Por esa razón nos pirramos por los dulces y las grasas a pesar de que la obesidad sea la pandemia del siglo XXI: porque en el momento en que se forjaron nuestras preferencias gustativas, la carencia de alimentos hacía importantes los alimentos dulces y grasos frente a los demás, porque nos proporcionaban más calorías para sobrevivir.
Los antepasados que no sentían esa preferencia por el dulce y se contentaban con, no sé, consumir verdura, tenían más probabilidades de palmarla y, por tanto, no acababan reproduciéndose y transmitiendo genéticamente sus preferencias.
Otro rasgo que ha perdurado desde tiempos inmemoriales ha sido la neofobia. Es decir, el evitar gustos nuevos. Esto se produce exclusivamente en los niños: una vez cumplen 2 o 3 años de edad entonces evitan cualquier gusto nuevo. Definido por el psicólogo estadounidense William James (1842-1910), este trastorno se caracteriza por “una tendencia a rechazar cualquier cosa nueva, un miedo anormal y persistente hacia casi cualquier novedad”.
Recientemente, en un importante estudio con gemelos, llevado a cabo por el equipo de la Dra. Cooke, del Departamento de Epidemiología y Salud Pública del University College de Londres, halló que aproximadamente el 80% de la tendencia infantil a rechazar alimentos nuevos, se debe a causas genéticas.
Cooke estudió a 5.390 pares de gemelos idénticos (monocigóticos) y gemelos no idénticos (dicigóticos) de 8 a 11 años de edad. Los resultados mostraron que la neofobia alimentaria es hereditaria en el 78% de los casos, mientras que en los casos restantes es debida a factores ambientales todavía por determinar.
El sentido evolutivo de este rasgo es que, durante la mayor parte de la prehistoria humana, ésa era la edad en la que los niños comenzaban a recolectar frutos silvestres por sí mismos; y aquellos niños que se apartaban de lo que conocían como digno de confianza no sobrevivían.
Por eso los niños pequeños rechazan tan tajantemente, por norma general, el pescado o las coles de Bruselas. Alimentos extraños, diferentes a los usados en su primera etapa de vida.
Con la edad, este rechazo por lo nuevo se desvanece. Aunque conozco a algún adulto que parece estancado en la etapa infantil. Y por eso, el tipo de comida que ingerimos, en base a su complejidad de sabores, es el argumento que emplea un anciano en la novela Venus Decapitada a fin de demostrar que sus opiniones (como sus sabores) son más intrincadas:
Muchos sabores que en nuestra infancia captamos como desagradables luego se descubren como agradables. Como las olivas aliñadas. O el queso roquefort. O el whisky, que me sabía a colonia en mi juventud. Son sabores complejos, difíciles de desentrañar por papilas gustativas poco experimentadas. El sabor a fresa o a naranja es agradable por sí mismo, pero los sabores que yo defiendo son aquellos sabores que poseen una parte repugnante junto a otra, mucho más sutil, que nos resulta infinitamente más deliciosa. ¿Entiendes ahora que la edad sí que influye para comprender o percibir ciertos asuntos? Tú eres demasiado joven y alocado para entender algunas cosas: cuando tengas mi edad me darás la razón.
Vía | Venus Decapitada de Sergio Parra
Más información | Espacio del buen comer