Seguro que a todos os suena el mito de que si un hombre eyacula en una piscina, una chica que se bañara en ella podría quedar embarazada.
Generalmente, ese mito, y otros similares, se ha usado como forma de excusar un embarazo fortuito fuera del matrimonio que la mujer o la familia ha preferido escamotear. (Aunque seguro que mucha gente se lo ha creído, como también hay personas mayores de edad que, hoy en día, aún dudan de que una mujer pueda quedarse embarazada tras una felación. Palabra).
Antes de que se popularizaran las piscinas (o el mito del embarazo por baño), sin embargo, hubo otros mitos similares, algunos que también buscaban restituir de algún modo el honor de ciertas mujeres; otros, espoleados por los escasos conocimientos médicos de la época.
En 1750, por ejemplo, a la Royal Society de Londres le llegó una misiva de un tal Abraham Johnson, titulada Lucina Sine Concubita (del latín, embarazo sin sexo). Allí explicaba el uso de “una maravillosa máquina cilíndrica, catóptrica, rotundo-cóncavo-convexa” para capturar “animálculos” que flotan en el aire y que, al examinarse bajo el microscopio, tenían la forma de hombres y mujeres en miniatura.
Cuando, con frecuencia, una mujer juraba que se había mantenido casta y virgen, a pesar del evidente bombo que traía desde hacía meses, sólo podía deberse a que la fecundación se había producido por el aire, a través de esos animáculos, tal y como sospechaba Johnson.
Para probar esta teoría, proponía que se promulgara un edicto que prohibiera el sexo durante todo un año en Gran Bretaña: si incluso así se producían embarazos, entonces la teoría tendría fundamento. No era una idea tan descabellada, la de no tener sexo durante un año, porque las huelgas de sexo se han usado en muchas ocasiones para toda clase de cosas: por ejemplo, conseguir que el agua llegue en tuberías hasta los hogares, como pasó en Turquía: podéis leer la historia completa en Los lugares más anti sexuales del mundo (y que sirvieron para cambiar el mundo).
Sin embargo, todo ello no era más que una sátira perpetrada por sir John Hill, que se reía de las “supuestas vírgenes”, así como de la teoría del espermismo, una teoría que explica así Ian Crofton en La historia de la ciencia sin los trozos aburridos:
según la cual se propugnaba que cada individuo de la Tierra había existido originalmente como un homúnculo en el interior de los testículos de Adán, un homúnculo que se había transmitido de generación en generación a través de la línea masculina. Incluso la detección de espermatozoides por parte de Anton van Leeuwenhoek al usar su microscopio no erradicó la teoría, y en 1694 Nicolaas Hartsoeker, en su Essai de diptrique, publicó una imagen de un espermatozoide.
Pero ¿hay peligro o no?
Para aclarar las cosas, vamos a explicar cuánto tiempo sobrevive un espermatozoide fuera del cuerpo de un hombre a fin de que calculéis los riesgos que existen de embarazo sin que haya sexo, en el sentido tradicional del término.
Si eyaculamos fuera de la vagina, la esperanza de vida del espermatozoide es muy corta. Dependiendo de la humedad y la temperatura, pueden durar sólo minutos. Lo que tarde en secarse el líquido seminal, que es donde los espermatozoides pueden sobrevivir.
Irónicamente, los espermatozoides no se llevan muy bien con las vaginas. Más del 90 % de los espermatozoides de la eyaculación se mueren en la vagina antes de llegar a las trompas de Falopio, dado el ambiente ácido de la vagina. Por ello un hombre que cuente con menos de 20 millones de espermatozoides por eyaculación se considera infértil.
De hecho, la cifra de espermatozoides que expulsa el macho de una especie es una primera indicación de lo difícil que resulta alcanzar el óvulo. En un ser humano normal, una dosis de semen contiene más de unos 180 millones de espermatozoides.
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