Pero además de la piel, me argumentaréis, existen otros patrones para determinar la raza de un individuo. Por ejemplo, está ese pelo rizado de los negros, o sus labios gruesos. Y los chinos y sus inconfundibles ojos rasgados. Si cogiéramos a un grupo de observadores y les pusiéramos delante a individuos de distintas razas, de alguna forma casi intuitiva estamos seguros de que la mayoría serán correctamente clasificados racialmente. Esto, aunque sólo se cumple en los casos de escaso mestizaje, es cierto.
Sin embargo, para un genetista, por mucho que nos confundan las percepciones y los prejuicios, los seres humanos presentan una uniformidad palpable. Richard Dawkins, en su último libro, El cuento del antepasado, lo expresa así:
Si consideramos toda la variación genética de la población humana y medimos la fracción asociada a las divisiones regionales que denominamos razas, el resultado es un porcentaje muy pequeño del total: entre un 6 y un 15 % dependiendo del tipo de medición empleado; mucho menor, en cualquier caso, que en muchas otras especies en las que se reconoce la existencia de razas. (…) Si con excepción de una sola raza todos los seres humanos se extinguiesen, la mayor parte de la variación genética de la especie humana quedaría a salvo.
Todo esto nos choca. Nuestra herencia intelectual y cultural es netamente racista hasta bien entrado el siglo XX. Pensadores de todos los signos, hasta hace bien poco, consideraban inferiores o inmundas a otras razas. Así que, ¿en qué cabeza cabe que ahora resulte que las razas no sean más que una ilusión de nuestra mente? Ahora está de moda no parecer racista, pero a nadie se le ha pasado por la cabeza que la mera clasificación por razas ya no tiene sentido.
Pero, como dije antes, a nadie le costaría trabajo diferenciar a un chino y de un negro (aunque bioquímicamente no exista tal diferencia). Así pues, aunque sólo sea por cuestiones estéticas que saltan a la vista, ¿clasificar a la gente por razas puede tener sentido?
Vuelve a hablar Dawkins:
Es probable que las diferentes condiciones ambientales hayan ejercido fuertes presiones selectivas, sobre todo en las partes externamente visibles, como la piel, que son las más castigadas por el sol y el frío. No se me ocurre ninguna otra especie que prospere igual de bien desde los trópicos hasta el Ártico, desde las costas hasta las cumbres de los Andes, desde los desiertos más áridos hasta las junglas más húmedas, y en todas las regiones intermedias. Unas condiciones tan diferentes han de ejercer diferentes presiones selectivas, y sería muy extraño que las poblaciones autóctonas no divergiesen en consecuencia. Los cazadores de las intrincadas selvas de África, Sudamérica y el Sudeste asiático han reducido todos ellos, de forma independiente, su tamaño, porque la altura supone una desventaja en entornos de vegetación densa. Los habitantes de latitudes elevadas, que necesitan el máximo sol posible para fabricar vitamina D, tienden a tener la piel más clara que los que se enfrentan al problema opuesto de protegerse de los rayos cancerígenos del sol tropical. Es muy probable que esa selección geográfica afectase en especial a rasgos externos tales como el color de la piel, dejando intacta y uniforme la mayor parte del genoma.
En épocas ancestrales tal vez era muy útil demonizar a las tribus vecinas que tenían costumbres, creencias e incluso idiomas diferentes. De esta manera era mucho menos traumático entrar en guerra con ellos: al no considerarse como iguales, sino inferiores, la conciencia no entraba en conflicto con los actos; y si se instauraba el tabú de que mantener sexo con los extraños, los diferentes, era impuro, pues tanto mejor. Esta tendencia parece sobrevivir en nuestros días. Pero ¿qué sentido tiene clasificar a las personas por razas según su aspecto exterior?
Imaginaos que designamos a las personas rubias y altas con una palabra, y a las morenas y bajas con otra, y a las de ojos grandes y nariz aguileña, pues de otra. ¿Qué información suplementaria nos ofrecería tal clasificación en base a características físicas que, además, no siempre pueden encontrarse con pureza (a partir de qué altura determinamos que una persona es alta, a partir de qué tono de color es alguien rubio)? Lo cierto es que la información que obtenemos con esta clasificación es escasa, incluso nula; pero los efectos colaterales de tal clasificación alimentan el caldo de cultivo que ya se fraguó en las épocas ancestrales, tal y como lo escribía el genetista de Cambridge R. C. Lewontin en 1972:
La clasificación racial del ser humano no tiene ningún valor social y destruye efectivamente las relaciones sociales y humanas. Teniendo en cuenta, además, que carece de toda relevancia tanto en sentido genético como taxonómico, no hay justificación posible para seguir empleándola.
Hago hincapié en que saber si un hombre es negro o blanco nos puede ofrecer algún tipo de información que vaya más allá de lo evidente: su color de piel, por ejemplo. Pero esa información no posee valor sustancial en ningún sentido. Y, aunque lo tuviera en un escenario ideal (por ejemplo, para saber si un negro puro es menos apto para un puesto de trabajo que un blanco puro), ¿acaso no sería una perversidad semejante al de que una compañía aseguradora esté al tanto de nuestra predisposición para sufrir un cáncer?
Tal y cómo lo refiere Dawkins, en un mundo donde cada vez hay más mezclas, las fronteras raciales ya no tienen sentido y resultan cada vez más difusas, y la escasa información que nos aporta su existencia apenas supera lo más evidente, deberíamos negarnos a rellenar formularios donde se nos obligue a marcar una casilla sobre nuestra categoría racial:
Caucásico (que no sé lo que significará; natural del Cáucaso, desde luego, no); afroamericano; hispano (que no sé lo que significará; español, desde luego, no); nativo americano u otro. No hay casillas que pongan “mitad y mitad”. (…) En mi opinión, la discriminación positiva a favor de los estudiantes minoritarios en las universidades estadounidenses puede, en buena ley, condenarse por los mismos motivos que el apartheid. Ambos tratan a las personas como representantes de grupos y no como individuos por derecho propio.
En fin, el asunto está repleto de sutilezas y seguro que creará una buena polémica en los comentarios. Pero no estaría mal que reflexionáramos sobre todo ello para cambiar algunos conceptos que ya son, sin duda, obsoletos.
Más información | Wikipedia
En Genciencia | La falacia del racismo: las razas no existen (I)