El neurocientífico Antonio Damásio define la conciencia como “la sensación de lo que ocurre”. Otros, como Rodolfo Llinás, sostienen que la conciencia sólo es una propiedad de la materia que compone el cerebro, como la madera tiene la propiedad de arder fácilmente en contacto con el fuego: en ese sentido, una mesa y un cerebro serían más o menos la misma cosa, sentenciaría Llinás golpeando la mesa con el puño en una de sus clases en la universidad.
Los teóricos de la conciencia denominan qualia a la propiedad del cerebro de reconocerse a sí mismo, de proyectar una representación del mundo externo e interno. Sin los qualia, el ser humano sería un zombi o un robot.
Pero ¿cómo se originó esta extraña propiedad de la mente? ¿Cómo es posible que un puñado de átomos que no difiere mucho de un calentador de agua o un tallo de brócoli sea consciente de su entorno? (Presumiendo que el calentador de agua o el tallo de brócoli no sean conscientes de su entorno, claro).
De forma muy simplificada, existen 4 posibles respuestas a esta pregunta.
La primera es que los qualia existen como propiedad en toda la materia, incluida la del calentador de agua o el brócoli, pero el cerebro humano es el aparato registrador de qualia más avanzado que se conoce.
La segunda respuesta sostiene que, en la configuración de las células, existe algo único que provoca que la conciencia exista en el cerebro y no en el brócoli. Aunque todavía es una cuestión abierta a debate la naturaleza de ese algo.
La tercera respuesta se refiere a una misteriosa sustancia que la ciencia aún no ha comprendido (la conducta cuántica de la que habla Roger Penrose en La nueva mente del emperador, por ejemplo), la cual origina que un simple rosario de átomos interconectados sea una entidad que siente.
La cuarta respuesta postula que una de las propiedades de la conciencia es que no puede explicarse a sí misma, por lo que nunca entenderemos de verdad los qualia, por mucho que avancemos en nuestro conocimiento, como el pez que se muerde la cola.
Planteamientos extraños y perturbadores, inconcretos, que distan mucho de alcanzar un consenso científico a corto plazo; y que consiguen que uno, al echar el brócoli en el cazo hirviendo, se replantee que quizá está dejando huérfana a una familia de pequeños brócoli.
Vía | La mente de par en par de Steven Johnson