Confesadlo, todos nos hemos grabado alguna vez cantando una canción. Muchas veces, incluso interpretando canciones inventadas. La mayoría de veces, es cierto, lo hacemos en la ducha, por aquello de la estupenda acústica. Pero al menos una vez en la vida lo hemos registrado en una cinta (o en un mp3).
Sin embargo, al escucharnos de nuevo algo falla. No nos gusta nuestra voz. Nos suena diferente. Más chillona, tal vez. Al igual que se dice que la tele engorda, en la sabiduría popular también ha cristalizado la versión acústica de esta sentencia: la voz registrada suena diferente (normalmente peor) que al natural.
¿Por qué ocurre? ¿Es un defecto del micrófono? ¿Un defecto del altavoz? Puede. Pero la razón fundamental es otra.
El sonido llega hasta nuestro oído interno llega por el siguiente camino: se conduce a través del canal auditivo externo (ésa especie de caracola), el tímpano y el oído medio hasta la cóclea, una espiral llena de líquido se encuentra en el oído interno. Pero al hablar, nuestra propia voz, además de llegarnos de esa forma, se transmite por los huesos, a través de los tejidos de la cabeza, llegando directamente a la cóclea.
Además, las propiedades mecánicas de la cabeza refuerzan las vibraciones de baja frecuencia, de tonos más graves.
Así que la voz que oímos al hablar es una combinación de estas dos percepciones de sonido. Pero al oírnos a través de una grabación, entonces se elimina la conducción ósea y sólo oímos el sonido transmitido por el aire (es decir, nos oímos tal y como los demás nos oyen).
Para oírnos por el otro canal auditivo, basta con que nos taponemos los oídos, y entonces sólo oiremos nuestra voz a través de las vibraciones de los huesos (y es que los huesos son geniales conductores del sonido, como demuestra el cepillo de dientes que me compré en EEUU y que, mientras tiene contacto con mis dientes, me transmite el We are the champions de Queen, haciéndome mucho más rítmica la tarea).
Vía | Planetacurioso