A los niños no les suele gustar el sabor amargo. Cuando somos pequeños, solemos sentir aversión por las anchoas, el Roquefort, el brécol o las aceitunas. Sin embargo, de mayores somos capaces de arrancar placer de sabores que inicialmente nos producían repugnancia.
En ese sentido, el sabor amargo resulta especialmente llamativo. Los seres humanos tienen 25 receptores de gusto amargo que, se teoriza, fueron desarrollados para detectar toxinas en las plantas y los alimentos. Es decir, que el sabor amargo que nos repugna de pequeños es una forma de ponernos a salvo de toxinas que pueden hacernos enfermar.
Según Jennifer Ackerman en su libro Un dia en la vida del cuerpo:
Los científicos recientemente señalaron pequeñas variaciones en los genes de estos receptores del sabor amargo, que derivan en hasta doscientas formas ligeramente diferentes de receptores. (…) las personas con una variante de un gen determinado consideran los berros, el brécol, las hojas de mostaza y otros vegetales por el estilo (que contienen un compuesto tóxico para la glándula tiroidea) un 60 por ciento más amargos que la gente con una variante diferente.
En consecuencia, el sabor amargo dispone de todo un universo de matices en función de quién sea el catador del alimento.
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