Los piojos se alimentan de sangre humana. Así que una oferta de trabajo consistente en solicitar a alguien que sirva para alimentador de piojos es, cuando menos, macabra. Algo así como presentarse en el castillo de Drácula con la misma predisposición que uno acude a donar sangre.
Pero el trabajo existe. Y tiene que ver con la Segunda Guerra Mundial y con las matemáticas.
Pero, antes que nada, empecemos por conocer un poco más a los piojos. Estos bichitos que tan buenos ratos nos han hecho pasar de niños en el colegio (¿recordáis lo mal que olía la colonia para piojos o la estigmatización que uno sufría cuando corría la voz de que estabas contaminado?), son parásitos exclusivos del hombre.
Charles Nicolle, de Instituto Pasteur de París, descubrió en 1909 que los piojos transmiten el agente patógeno del tifus. La alta mortalidad de una de sus variantes, el tabardillo o tifus exantemático, ha sido una de las pesadillas más dantescas de la humanidad. Sobre todo entre los ejércitos, debido a la falta de higiene. Los piojos, tan diminutos, a veces diezmaban a más ejércitos que la propia artillería enemiga. Basta con echar un vistazo a la conquista de Granada, la Atenas de Pericles, la retirada de los ejércitos napoleónicos de Rusia o las dos guerras mundiales del siglo XX.
Ahora saltemos hasta principios del siglo XX, a la universidad de Lwów, en Polonia. Allí imparte clases de biología un tal Rudolf Weigl. También tenía a cargo un laboratorio donde logró desarrollar, poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, una vacuna eficaz contra el tifus.
La importancia de su investigación era tan respetada por todos que Weigl gozaba de unos privilegios sorprendentes para ser polaco. Por ejemplo, durante la ocupación alemana, los nazis dieron permiso a Weigl para que tuviera una radio. Este hecho cobra mayor importancia cuando sabemos que si se descubría a alguien con una radio éste era condenado a muerte.
Su vacuna fue famosísima en el gueto de Varsovia. Wladyslaw Szpilman, cuya historia de supervivencia en el gueto convirtió Roman Polansky en la película El pianista, contó que el doctor Weigl era en el gueto tan famoso como Hitler. Aunque por razones diametralmente opuestas, claro.
Pero para desarrollar tan importante vacuna, Weigl tenía unas necesidades propias de un vampiro famélico. Para criar los piojos necesarios para sus experimentos, requería de sangre humana. Así que, desde el otoño de 1941 hasta el final de la ocupación alemana en julio de 1944, una persona muy especial se presentó en la laboratorio de Weigl para que los piojos se alimentaran de él.
Fue Stefan Banach, un matemático polaco, autor entre otras cosas de la paradoja de Banach-Tarski: la posibilidad de fabricar un rompecabezas tridimensional de un total de ocho piezas, las cuales, combinadas de una determinada manera, formarían una esfera completa y rellena (sin agujeros) y, combinadas de otra manera, formarían dos esferas rellenas (sin agujeros) del mismo radio que la primera. Es decir, una paradoja que contradice nuestras nociones de geometría básica.
Pero quizá su mayor aportación al hombre, lejos del ámbito de las matemáticas, fue dejarse comer por los piojos. Una tarea tan esperpéntica que requiere un post para ella sola. Mañana desvelaremos sus secretos.
Vía | Pasiones, piojos, dioses... y matemáticas, de Antonio J. Durán