Como os señalaba en la anterior entrega de este artículo, el consumo de energía parece estar correlacionado con la esperanza de vida de ser vivo.
Los anfibios, las aves, los peces, los mamíferos y los reptiles tienen el mismo número establecido de latidos por vida. En un mamífero, por ejemplo, el presupuesto de latidos es de aproximadamente mil millones en toda su vida.
Una musaraña, que sólo pesa 21 gramos, tiene un ritmo cardíaco de 850 latidos por minuto. Cuando está asustado, puede llegar a los 1.500 latidos. Por ello, la musaraña tiene una esperanza de vida de dos años.
Por el contrario, algunas especies de ballena que viven hasta cien años (incluso hay ejemplos de ballenas de 211 años), tienen un ritmo cardíaco muy lento, de apenas 10 o 15 latidos por minuto.
La norma se aplica a todos los mamíferos siguiendo la fórmula de la que os hablé de Kleiber: masa elevada a la potencia ¾.
Pero ¿qué pasa con los seres humanos? Tenemos una media de 70 latidos por minuto. A ese ritmo, no deberíamos vivir tanto como lo hacemos. Pero somos una excepción precisamente porque superamos nuestra esperanza de vida natural usando la tecnología: hospitales, medicina, cirugía, etc.
Pero West fue un poco más lejos en esta fórmula, y no se limitó a las criaturas en sí sino a los sistemas y subsistemas que forman a las criaturas, como las células y sus partes constituyentes.
Si el cuerpo tiene una sala de motores metabólicos, ésta son las células; y si las células a su vez tienen su pequeño motor propio a bordo, éste es la mitocondria, donde tiene lugar el ciclo de Krebs (el proceso a través del cual los carbohidratos se convierten en energía). Se cree que las mitocondrias, orgánulos independientes con forma de salchicha, habían sido anteriormente organismos flotantes libres, antes de que las células de mayor tamaño y en evolución las engulleran, con la intención de hacerse con algunas de las prodigiosas habilidades de la mitocondria para quemar energía.
West aplicó la fórmula de Kleiber a estos dos cuerpos minúsculos y observó que también se cumplía. Y la pauta de rendimiento creciente sigue mientras las células se agrupan en filamentos de tejido, de tejidos en músculos y órganos, y de órganos en un organismo en funcionamiento.
Y a la inversa ocurría lo mismo, a merced del tamaño de cada subsistema:
Los capilares crecen en las venas y las arterias de acuerdo con la misma escala a la potencia ¾. La misma ratio explica el modo como las fibras neuronales se convierten en nervios y después en haces de nervios. Si los consideramos todos, desde la mitocondria a la célula, y ascendemos por todo el reino de los mamíferos hasta la ballena azul, la regla se mantiene a lo largo de veintisiete órdenes de magnitud (es decir, una vez diez veces, repetido 27 veces).
West incluso aplicó los fundamentos de esta ley en formaciones no vivas, como las ciudades, e incluso los procesos geológicos y geoquímicos. Pero de todo eso os hablaré en otra ocasión.
Vía | Simplejidad de Jeffrey Kluger