Las ejecuciones artísticas más sublimes suelen realizarse con el piloto automático puesto, en modo zombi, sin darle demasiado al coco, dejándose llevar por el instinto y la trepidación. De igual manera, si uno le da demasiado al coco sobre el arte, sobre lo que es más o menos bello, mejor o peor, exacto o inexacto, entonces todo puede perder su sentido. Hasta el punto de que acabemos prefiriendo una foto de unos graciosos gatitos a un cuadro de Van Gogh (como os demostraré más adelante en un curioso experimento).
En política, dos personas inteligentes pueden mantener creencias diametralmente opuestas. Si esto ocurre en literatura o pintura, ¿significa que pueden coexistir posibles familias de explicaciones y exégesis acerca de una obra y que cada una de ellas puede ser igualmente rigurosa? La respuesta es que sí, aunque eso no les gusta a nada a los expertos en arte porque, entonces, todo vale, y si todo vale, ¿qué enseñamos como cierto o incierto? ¿El arte es sólo gimnasia mental para entrenar el sentido estético?
Muchas opiniones acerca del mérito artístico de una obra son el resultado del contagio arbitrario: una persona lee una reseña de un libro o una cuadro; otra la lee y escribe un comentario empleando parecidos argumentos, pues las ideas se anclan en su mente de forma inconsciente (ya decía Asimov que cualquier teoría puede defenderse con el suficiente aparato retórico). En poco tiempo, aparecen cientos de críticas que, atendiendo a su contenido, se reducen a dos o tres críticas originarias. ¿Y el hecho de que haya libros que se vendan mucho más que otros? La llamada recursividad consiste en la retroalimentación de un fenómeno mediante un número creciente de bucles; sucesos son la causa de más sucesos iguales pero de mayor entidad. Compramos un libro, básicamente, porque otros lo compran, originándose lo que en marketing se denomina “bola de nieve”.
Luego está el problema de la limitación de nuestra percepción literaria y/o artística. Uno, por mucho que lea o consuma arte, sólo asimilará una ínfima parte de la información existente. Las obras que no ha asimilado (la mayoría) pero que se consideran obras fundamentales o canónicas serán prejuzgadas con benevolencia aunque sólo sepa de ella a través de terceros. Escritores despreciados por sus coetáneos como Edgar Allan Poe o Arthur Rimbaud, ahora son adorados y de consumo obligatorio en muchos colegios. (Soy perfectamente consciente de que estas ideas resultarán indigestas para los que tengan una concepción jerárquica de la cultura artística.)
Por otro lado, asombra que muchos de los llamados expertos en arte ignoren (y hasta desdeñen) disciplinas fundamentales para el conocimiento íntimo del arte, como pueden ser la neurobiología, la psicología evolutiva o la genética. Los expertos de este tipo, cerrados en su conocimiento, me hacen el efecto de mecánicos que sólo conocen los colores con los que se pueden pintar la carrocería de un coche pero que jamás han levantado el capó para examinar el motor.
Todavía no entiendo por qué en las facultades de letras no se imparten al menos nociones sobre estas disciplinas y, de una vez, se aclara un poco la niebla conceptual que convierte la exégesis literaria en hermética y dogmática. Por ejemplo, que el florecimiento del arte en la cultura humana es un subproducto de otras tres adaptaciones biológicas: el ansia de estatus, el placer estético de experimentar con objetos y entornos adaptativos y la capacidad de diseñar artefactos para obtener los fines deseados.
Otra cuestión muy distinta es admitir que sea necesario o no, desde este punto de vista artificioso, el crear listas de libros, pinturas o esculturas mejores o peores. Porque es necesario. Esta dicotomía es socialmente imprescindible: todos los intentos de crear, por ejemplo, vestidos igualitarios y baratos han fracasado, porque el ser humano precisa de elementos diferenciadores que demuestren su grado social e intelectual frente a los demás. Si uno lee un libro considerado bueno, por ejemplo, también lo hace para demostrar que es superior a quienes no lo han leído o los que han leído un libro considerado malo.
Pero, como en todo, lo importante es conocer las reglas del juego para jugar sin radicalizar posturas, como tampoco radicalizamos posturas a la hora de dictaminar si son mejores las fichas blancas o las negras en un tablero de ajedrez. Limitémonos a mover ficha y a jugar y no nos creamos demasiado el tono grandilocuente de nuestros juicios.
Con todo, saber las reglas del juego de arte no significa que el arte pierda sentido, al igual que conocer las reglas del juego de la nutrición no significa que la gastronomía pierda sentido. Otra cosa muy distinta es que, para experimentar realmente la faceta estética del arte, no se deba uno enfrascar en disquisiciones intelectuales; al igual que hablar de nutrición durante una cena especial no consigue que esa cena sepa mejor (más bien al contrario). Por ejemplo, una prueba experimental de que, si pensamos demasiado, el arte pierde un poco su sentido, es un experimento realizado por Timothy Wilson, psicólogo de la Universidad de Virginia.
El experimento de Wilson consistió en solicitar a un grupo de universitarias que escogieran su cartel preferido. Entre los carteles disponibles estaban un paisaje de Monet, un cuadro de Van Gogh con lirios morados y tres carteles muy graciosos y muy monos de gatitos.
El grupo de universitarias se dividió en dos. El primero subgrupo debía simplemente puntuar del 1 al 9 los carteles, a ojo cubero. El segundo subgrupo, sin embargo, debía rellenar unos cuestionarios donde se les preguntaba por qué les gustaba o no cada una de las cinco opciones; y a continuación ya podían puntuar. El experimento concluía así: cada universitaria podía llevarse a su casa su cartel favorito.
El 95 % escogieron Monet o Van Gogh (algo natural si hablamos de chicas del ámbito universitario). ¿Qué pasó con las universitarias que tuvieron que justificar sus gustos en el cuestionario? Se dividieron en partes iguales entre los cuadros y los gatos divertidos. La explicación de ello la aporta el propio Wilson:
Al contemplar un cuadro de Monet, en general la mayoría de las personas tienen una reacción positiva. Al pensar por qué sienten tal o cual sensación, sin embargo, lo que les viene a la cabeza y es más fácil verbalizar quizá sea que algunos de los colores no son muy agradables y que el tema, un pajar, es bastante insulso. Como consecuencia de ello, las mujeres acabaron seleccionando los pósters graciosos de felinos, aunque sólo fuera porque éstos les permitían explicarse mejor.
Transcurrida una temporada, las universitarias seleccionadas fueron sometidas a otra entrevista en la que se les preguntó cuán satisfechas estaban con el cartel escogido para su casa. El 75 % de las que escogieron gatitos, lo lamentó. Pero nadie se arrepintió de su elección de Monet o Van Gogh.
Las mujeres que hicieron caso a sus emociones acabaron tomando decisiones mucho mejores que las que confiaron en su capacidad de razonamiento. Cuanto más pensaban en los pósters que querían, más engañosos se volvían sus pensamientos. El autoanálisis se traducía en menos conciencia de uno mismo.
Así es el arte. Visceral, emotivo, límbico. Si no fuera así, no sería arte. Pero a la hora de abordarlo en una facultad, ahora de diseccionarlo tal y como se pretende diseccionar, entonces el arte debería ser lo más parecido a la ciencia, algo que dista bastante de ser lo que está ocurriendo.
Por esa razón, si algún día nos visitaran extraterrestres inteligentes, probablemente no encontrarán nada intrínsecamente interesante en las obras de Shakespeare o en la música de Mozart. Y con toda seguridad, su expresión artística, de tenerla, en nada se parecerá a la nuestra. Pero si dichos extraterrestres han descubierto la energía nuclear y las naves espaciales, conocerán las mismas leyes que conocemos nosotros.
La física de cualquier ser inteligente de cualquier planeta del universo podría traducirse isomórficamente, punto por punto, de conjunto a punto, y de punto a conjunto, en una notación humana. Y lo mismo sucedería con una futura comprensión del arte desde el punto de vista científico, que sería catapultado a un estadio mucho más maduro (y menos acomplejado o cerrado a las evidencias científicas). Una revolución impulsada por la acumulación sistemática de conocimientos que fundamenten las bases biológicas del arte a fin de responder con mayor claridad a preguntas apremiantes del tipo:
¿Qué es arte y qué no lo es? ¿Por qué hay obras que triunfan y otras no? ¿Tiene sentido el ejercicio de la crítica tal y como la conocemos actualmente?
En conclusión: Si piensas demasiado… el arte no tiene sentido. Pero eso no significa debamos dejar de pensar cuando acudimos a una facultad para diseccionar el arte.
Vía | Cómo decidimos de Jonah Leherer | El Cisne Negro de Nassim Nicholas Taleb | Cómo funciona la mente de Steven Pinker | ¿Por qué existe el arte? | ¿Un paisaje de Monet… o unos lindos gatitos? No lo pienses demasiado