3) ¿Qué tiene de especial el momento de la concepción? Para la doctrina moral que encontramos en algunas confesiones cristianas constituye el instante en el que el alma entra en el cuerpo, catalogándose así de asesinato el aborto, la eutanasia y la obtención de células troncales de los blastocitos. Pero desde la neurociencia, el alma (o el Yo) es algo inherente a la actividad neuronal que se desarrolla gradualmente en el cerebro del embrión.
De nuevo habla Steven Pinker:
Vista la dificultad que plantean estas decisiones, resulta tentador acudir a la biología para buscar o ratificar unas fronteras como la de “cuándo empieza la vida”. Pero esto no hace sino subrayar el conflicto entre dos formas irreconciliables de concebir la vida y la mente. El concepto intuitivo y moralmente útil de un espíritu inmaterial simplemente no se puede compaginar con el concepto científico de la ontogenia y la filogenia de una actividad cerebral que surge gradualmente. Dondequiera que tracemos la línea entre la vida y la no vida, o entre la mente y la no mente, aparecerán casos ambiguos que cuestionarán nuestras intuiciones morales.
Del mismo modo que el microscopio desvela que un filo agudo en realidad está lleno de muescas, la investigación sobre la reproducción humana muestra que el “momento de la concepción” no es un momento en absoluto. A veces penetran la membrana externa del óvulo varios espermatozoides, y se requiere cierto tiempo para que el óvulo expulse los cromosomas de más. ¿Qué es y dónde está el alma durante ese intervalo? Incluso cuando penetra un solo espermatozoide, sus genes permanecen separados de los del óvulo durante un día o más, y se necesita otro día más o menos para que el genoma recién surgido controle la célula. De modo que el “momento” de la concepción en realidad es un hecho que abarca entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas.
Pero el problema no acaba aquí. El “conceptus” no está destinado a convertirse en bebé. Entre dos tercios y tres cuartas partes de ellos nunca llegan a implantarse en el útero y se produce un aborto espontáneo, en algunos casos porque son genéticamente defectuosos, y, en otros, por alguna razón que no podemos identificar todavía.
¿Estos asesinatos naturales son buenos porque son naturales? Si no son buenos, ¿por qué en vez de gastar tanta energía en fiscalizar los abortos cometidos por las mujeres no se exige una mayor implicación científica para evitar que se produzcan tantos abortos naturales? Como dice Pinker, esto “implica que deberíamos dedicar la investigación médica sobre la curación del cáncer y las enfermedades cardíacas a evitar el aborto espontáneo de un gran número de embriones microscópicos”. Porque la mayoría de muertes de seres humanos del mundo se producen de esta forma y no de otra, si seguimos a rajatabla la idea de que un embrión es un ser humano potencial.
¿Cada día no dedicado a reivindicar mayores esfuerzos en esta dirección no es un día en el que estamos cometiendo indirectamente un número inabarcable de muertes?
Se me ocurre que, tal vez, las mujeres, después de cada relación sexual, deberían ingresar inmediatamente en clínicas altamente especializadas para asegurar la viabilidad de estos posibles embriones microscópicos.
Esta es sólo una de las situaciones sobre las que deberíamos reflexionar si en verdad concediéramos total credibilidad a la idea de que la vida humana empieza justo en el instante de su concepción. Y que no empieza, por ejemplo, cuando el ser vivo merece una consideración moral por sus sentimientos (su capacidad de amar, pensar, hacer planes, disfrutar y sufrir), todos los cuales dependen de un sistema nervioso que funcione.
Estos ejercicios de gimnasia cognitiva para sostener determinadas creencias ante la biología moderna surgen de nuestra innata incapacidad para digerir nuevos y contraintuitivos descubrimientos.