Desde que los científicos estadounidenses completaron la construcción del primer ordenador electrónico funcional en 1946, el llamado ENIAC, las cosas en el terreno de la informática han dado un salto cuántico.
Aquel monstruoso ordenador primigenio pesaba 30 toneladas, disponía de 18.000 válvulas de vacío… y fallaba constantemente (aunque en este último aspecto quizá el avance no ha sido tan estrepitoso).
Por supuesto, la producción en cadena era imposible, hasta que la Intel Corporation, desde Santa Clara, California, empezó a construir microordenadores en 1971, que han sido adaptados para ser utilizados, entre otras cosas, en relojes, videojuegos, calculadoras, robots industriales, sistemas de guía de armas, taxímetros, clasificadores postales, analizadores de sangre o cajas registradoras, sin poder obviar las múltiples aplicaciones en campos tales como la telefonía, la impresión o la televisión.
Después de esta rápida expansión tecnológica de los ordenadores podemos afirmar sin titubeos que en un futuro (más próximo de lo que imaginamos) el ordenador será algo ineludible en la vida del ser humano.
La ciencia ficción, en todas sus manifestaciones, siempre ha mostrado un especial interés por los temas informáticos. No obstante, no debemos confundir este estupendo género especulativo (y tremendamente entretenido) que levanta los resortes de nuestro sentido de la maravilla con la prospección.
La ciencia ficción no es una suerte de Rappel o Aramís Fuster, como muchos creen, sino un simple juego intelectual que se basa en el manido qué pasaría si (con un trasfondo científico) para plantearnos temas que difícilmente se podrían plasmar en cualquier otro género.
Para muestra, un botón: Después de ENIAC, los escritores imaginaron que las máquinas del futuro serían más capaces, pero también más grandes. Esta hipótesis sin ningún fundamento se puede leer en múltiples novelas del género, como Factor limitador, de Clifford Simak, publicado en 1949, donde se imagina un ordenador tan gigantesco y colosal que cubre todo el planeta.
Esta incapacidad predictiva de la ciencia ficción no debe confundirse con una falta de rigor científico. Cierto es que el índice de aciertos sobre cuestiones venideras entran dentro de la estadística de cualquier futurólogo de túnica estampada, pero el escritor de ciencia ficción normalmente basa su relato en una documentación exhaustiva sobre el tema que se propone desarrollar.
Antes de la proliferación masiva de Internet, historias como Un día perfecto, de Ira Levin, y La vida y tiempos de MULTIVAC, de Isaac Asimov, preveían el desarrollo de un ordenador único que gobernaría el mundo. Tras la eclosión de la Red, en cualquier relato aparece la unión de millones de ordenadores en redes informáticas, de modo que aúnen su potencia de cálculo, y que incluso en estas redes se desarrollen inteligencias artificiales que nos faciliten la navegación por los vericuetos de las ingentes cantidades de información, como Jane en la saga de El juego de Ender, de Orson Scott Card, o Sigfrid en la saga de Pórtico, de Frederick Pohl (que por añadidura era capaz de adoptar la personalidad de personajes de renombre como Freud o Einstein).
Como se aprecia, Internet es ahora el mascarón de proa de la ciencia ficción sobre informática. El futuro que nos ofrecen sus páginas no es demasiado alentador: nos convertimos en unidades anónimas en un gran sistema, desaparece nuestra intimidad (como en Ora:cle, de Kevin O´Donnell) y tendemos a la pasividad en un mercado que ha perfilado nuestros gustos hasta un grado de precisión sin precedentes tras un continuo seguimiento de nuestro uso de la Red (como en El jinete en la onda de shock, de John Brunner).
Sin embargo, Internet también plasmará una realidad alternativa, por muchos defendida y ensalzada como una realidad más rica e interesante que la estrictamente palpable (en el sentido clásico del término), y que, incluso, ya no se conforma con navegar por páginas audiovisuales ni realizar visitas virtuales a museos en el otro extremo del planeta, sino en volcar nuestro cerebro directamente a una red global de datos para dejar de existir en un mundo perecedero de variables incontrolables.
Una de las películas más populares sobre este tema es Matrix, cuyo argumento es ampliamente conocido por la mayoría de gente y que ha suscitado debates filosóficos para todos los gustos ante la tecnología que se nos avecina. Sin embargo, la literatura siempre ha sido más estimulante en temas especulativos que el cine, y si hay una obra donde este asunto se trate de manera enfermizamente racional y maravillosamente seductora es Ciudad Permutación, de Greg Egan, un autor que está rompiendo moldes en la reciente ciencia ficción hard (esto es, subgénero especialmente preocupado por unos contenidos plausibles (científicamente hablando) y que suele abrumar a los lectores no familiarizados con la ciencia).
En esta magnífica obra una serie de personas deciden trasladarse a un universo creado de con un ordenador hasta el más ínfimo detalle y a gusto del consumidor para vivir eternamente y tener control absoluto sobre todas las leyes físicas. Desde este punto de partida, vemos la evolución de unos hombres de vida ilimitada que entretienen sus ocios leyendo todos los libros que ha escrito la humanidad, visitando todos los planetas de su universo particular, comunicándose con millones de especies extraterrestres, transformándose ellos mismos en todos los animales existentes y un largo etcétera que sólo una endiablada imaginación como la de Egan podía concebir.
En esta misma línea, pero en una obra un poco más bestselleriana, podemos encontrar El experimento terminal, también de un escritor en alza: Rober J. Sawyer. En ella se formulan teorías sobre la inmortalidad y la posible existencia de vida tras la muerte gracias a la creación por parte de un científico de tres simulaciones informáticas de él mismo pero con sutiles variaciones en su personalidad.
La lista es infinita. La ciencia ficción, preocupada siempre por los avances tecnológicos de su tiempo (o de otros) y su influencia en la humanidad, seguirá reincidiendo en esta fértil temática mientras las expectativas en el campo de la informática sigan siendo tan amplias, algo que parece no cambiar a corto plazo.
En poco tiempo, alguien que tal vez desconozca lo que es un FTP se le pueda tachar de analfabeto o de cavernícola, así que, si no queremos caernos de la rueda de la historia, deberemos interesarnos tanto sobre ello como actualmente lo hacemos sobre acontecimientos mediáticos como Gran hermano, y la ciencia ficción (de dónde por cierto se inspiró el título del programa de audiencia millonaria por antonomasia) es una útil herramienta, no para saber qué nos espera, algo que ni el Mago Félix puede predecir con su bola de cristal, sino para prepararnos para lo que va a venir a la vez que nos internamos en la que quizá es la realidad virtual más apasionante que existe (al menos hasta que se invente una suerte de Matrix): la imaginación.