Si nos sentamos en una mesa con una bolsa bien surtida de letras del Scrabble y vamos sacándolas al azar, difícilmente conseguiremos armar una nueva teoría científica o un postulado matemático que valga la pena. La ciencia no discurre bajo los parámetros del azar (aunque el germen de muchos descubrimientos científicos sea la pura serendipia).
Pero sucede algo muy diferente con las novelas, las poesías, los cuentos, los aforismos, los tweets e incluso con las ideas filosóficas más abstrusas. Todas estas construcciones se nutren precisamente de cierto componente aleatorio. La belleza, muchas veces, surge del sinsentido y de la verborrea. La falta de claridad y la ambigüedad son intrínsecamente interesantes porque nos permiten extraer significados varios, discutirlos hasta el infinito e incluso hacer lo que yo llamo onanismo mental.
Hay autores que tienen un don especial para crear esta clase de construcciones tan sugerentes, pero sus fundamentos, como caóticos que son, pueden ser fácilmente “simulables“ de diversas maneras. Por ejemplo, mediante programas de ordenador.
Es el caso de RACTER, un programa que escoge palabras sucesivas al azar de su diccionario. Si la palabra escogida se adecuaba gramaticalmente, RACTER la deja y pasa a la siguiente palabra de la oración. Pero si no se adecua, entonces RACTER elimina la palabra y busca otra. Esto se demostró de forma espectacular con la publicación en 1985 de una colección de poemas e historias cortas tituladas The Policeman´s Beard is Half Constructed. El libro recibió comentarios positivos en los periódicos de mayor tirada. Racter fue escrito por William Chamberlain y Thomas Etter.
Ya en 1726, Jonathan Swift en su novela Los viajes de Gulliver (“Viaje a Laputa”, capítulo V) hablaba de una máquina de creación literaria. Antonio Machado, en su “Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses“, habla de una máquina de trovar, un aristón poético, una máquina de cantar. Pero el primer antecedente de la poesía generada de verdad por ordenador no lo encontramos hasta el año 1959, cuando el ingeniero Théo Lutz y el lingüista Max Bense construyeron un calculador para generar versos llamado “Stochastische Texte“, con el cual conseguían crear textos poéticos a partir de la teoría de la Gramática Generativa Transaccional propuesta por Noam Chomsky en 1957.
Ángel Carmona, en 1976, publicó Poemas V2: Poesía Compuesta Por Una Computadora, que se considera como el primer libro completamente escrito por un ordenador en el ámbito español.
Otra forma de estimular la creatividad literaria es imaginando escenarios teóricamente posibles aunque irrealizables a nivel práctico. Por supuesto, os hablo del teorema de los monos infinitos.
Este teorema, planteado originalmente por Émile Borel en 1913 en su libro Mécanique Statistique et Irréversibilité, plantea que si una gran cantidad de monos pulsara teclas al azar sobre los teclados de gran cantidad de máquinas de escribir, es probable que, por puro azar, conciba inconscientemente cualquier libro que se encuentre en la Biblioteca Nacional Francesa. Actualmente la idea se ha actualizado y se propone que el mono podría escribir cualquier obra de Shakespeare (en un capítulo de Los Simpson, el Sr. Burns posee de hecho una sala llena de monos tecleando máquinas de escribir para obtener ese fin).
La idea es tentadora: las combinaciones de letras, de frases, de párrafos, de ideas, de argumentos, es finita. Por lo tanto, con suficientes entes creadores, en algún momento se podrá alcanzar esa finitud. Esto recuerda poderosamente a la borgeana Biblioteca de Babel, la biblioteca que contiene todos los libros posibles surgidos de combinar un cierto conjunto de símbolos ortográficos.
Lo que perseguía Borel en realidad era generar una metáfora para ilustrar la magnitud de un acontecimiento extraordinariamente improbable. Gian-Carlo Rota lo expresó así en uno de sus libros:
Si el mono pudiese pulsar una tecla cada nanosegundo, el tiempo esperado hasta que escribiese Hamlet es tan grande que la edad estimada del universo es insignificante en comparación … Este no es un buen método de escribir libros.
A pesar de que este es sólo un experimento mental (a ver dónde conseguimos una legión de monos compuesta por miles de millones de individuos sentada obedientemente delante de su respectiva máquina de escribir), hay personas que se lo han tomado muy en serio, como los responsables de The Monkey Shakespeare Simulator.
Un software que se puso en marcha el 1 de julio de 2003 y que simula a esta legión de monos escribiendo al azar. La idea es esperar cuánto tiempo se precisa para que se escriba por sí sola una obra de Shakespeare, de principio a fin, sin que medie ninguna inteligencia. La única fuerza creadora debe ser la aleatoriedad.
El 3 de enero de 2005 se encontraron 24 letras consecutivas que formaban un pequeño fragmento de Enrique VI, parte 2:
RUMOUR. Open your ears; 9r”5j5&?OWTY Z0d “B-nEoF.vjSqj[…
Posteriormente, el mismo experimento, logró 30 letras de Julio César de Shakespeare:
Flauius. Hence: home you idle CrmS3RSs jbnKR IIYUS2([;3ei’Qqrm’
Aún les queda un largo trecho, sin duda.
Una técnica más rudimentaria es la de los cadáveres exquisitos, un juego mediante la cual se ensamblan colectivamente un conjunto de palabras o imágenes; el resultado es conocido como un cadáver exquisito o cadavre exquis en francés. Es una técnica usada por los surrealistas en 1925, y se basa en un viejo juego de mesa llamado “consecuencias“, en el cual los jugadores escribían por turno en una hoja de papel, la doblaban para cubrir parte de la escritura, y después la pasaban al siguiente jugador para otra colaboración. Los teóricos y asiduos al juego (en un principio, Robert Desnos, Paul Éluard, André Bretón y Tristan Tzara) sostenían que la creación, en especial la poética, debe ser anónima y grupal, intuitiva, espontánea, lúdica y en lo posible automática. Un poco como los monos del teorema (o incluso peor, porque muchos de estos ejercicios se llevaron a cabo bajo la influencia de sustancias que inducían estados de semiinconsciencia o durante experiencias hipnóticas.)
Todo estos avances nos pueden ir abriendo camino hacia una mejor comprensión de la creatividad. La ciencia empírica, cada vez más, está desnudando todas las mitologías e imprecisiones periclitadas alrededor del acto creativo de escribir. Y no dudo que ello acabará por desmontar los fundamentos de muchas cosas que creíamos ciertas. Por ejemplo, que el autor, como ente individual, no existe, o que el arte tampoco es posible sin el concurso del plagio más o menos soterrado (lo cual implica, a su vez, una profunda revisión sobre el funcionamiento de los derechos de autor). O que el motor principal de la creación artística es la perpetuación de nuestros genes, como ya expliqué extensamente en mis artículos ¿Por qué existe el arte? (I), (II), (III), y (y IV).
Es más, a día de hoy creo que en mi vida (salvo una excepción, Jonathan Lethem, y quizá José Antonio Marina) he leído una entrevista a un escritor que roce siquiera de puntillas estos enfoque rigurosos, propio de las ciencias duras. Los escritores acostumbran a hablar de su trabajo de forma abstracta, visceral, intuitiva, casi mágica, como si lo que hicieran fuera un misterio o una actividad que queda fuera de los límites del conocimiento empírico.
Como paralelismo, ¿os imagináis a un reputado cocinero que no sólo ignorara cómo funciona el aparato digestivo sino que, además, desdeñara este conocimiento y elaborara teorías románticas sobre la razón de que un ser humano necesite alimentarse? “Se come para conectar tus sentimientos con los sabores”, por ejemplo, “y el magisterio de la ciencia no tiene nada que decir al respecto”.
El día que una máquina escriba la próxima obra maestra de la literatura, entonces será el momento en el que muchos autores se quedarán sin argumentos. Como el día que una máquina ganó al ajedrez a Kasparov.
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