El combustible gastado de las centrales nucleares es un residuo radiactivo que se almacena inicialmente en las propias instalaciones de la central para que decaiga su radiactividad (concretamente, en el fondo de unas piscinas de agua).
El uranio enriquecido llega a las centrales en forma de elementos combustibles, preparados para ser insertados en el reactor, pero luego deben ser sumergidos temporalmente en esta suerte de piscinas olímpicas particularmente profundas, pues el agua obra como blindaje de las radiaciones.
Estos residuos son uno de tantos miedos que la población tiene a la energía nuclear. Sin embargo, los riesgos asociados a los mismos son tan bajos que podemos afirmar que los riesgos no residen tanto en la radiactividad en sí como en el miedo (y las consecuencias que provoca éste) a la radiactividad.
Bajas debido al miedo
Los pequeños cilindros de uranio enriquecido que se usan como combustible se insertan en el reactor encajadas en varillas metálicas de unos 3,7 metros de altura. Las barras de combustible se agrupan a su vez elementos. En cada elemento hay entre 179 y 264 barras. Una vez usadas, todavía emiten radiactividad, así que se alojan en piscinas de agua hasta que esta radiactividad decaiga. El agua actúa como una suerte de blindaje.
Una vez pasado este proceso, los residuos se deben almacenar en seco. Encapsulándose y almacenándose en una atmósfera de helio en contenedores especiales. Cada contenedor tiene capacidad para almacenar 32 elementos combustibles. Consta de una cápsula de acero de 1,3 centímetros rodeada de una pared de hormigón de 67,9 centímetros. El peso total es de 163 toneladas.
Para garantizar que todos estos procesos tengan lugar con las máximas garantías (el riesgo cero no existe), los trabajadores reciben al año la tasa de sensibilización y entrenamiento más alta del sector industrial. De este modo, por ejemplo, en ANAV (Asociación Nuclear Ascó-Vandellós II A I E), se dedican un 4 % de las horas de trabajo a formación y re-entrenamiento. Un 75 % del temario está relacionado con aspectos de seguridad.
Por todo ello, los grandes accidentes nucleares hasta la fecha han provocado más bajas debido al miedo que al propio accidente en sí. Cuando el 11 de marzo de 2011 se produjo el desastre de Fukushima, por ejemplo, la gente huyó de la provincia tan rápidamente que en el proceso murieron 1.600 personas. No fue la fuga radiactiva lo que las mató, sino la propia huida apresurada, como explica Hans Rosling en el libro Factfulness:
No se ha informado de ningún caso de muerte como consecuencia de aquello de lo que todo el mundo huía. Aquellas 1.600 personas murieron por huir. Fueron principalmente personas mayores que fallecieron a causa de la tensión mental y física de la propia evacuación o de la vida en los refugios.
Algo similar ocurrió en el accidente de Chernóbil en 1986. A pesar de toda la alarma generada por la posible contaminación radiactiva y que se esperaba un enorme aumento del índice de mortalidad, los expertos de la OMS no fueron capaces de confirmar tal aumento, ni siquiera entre los habitantes más próximos, si bien es cierto que los datos al respecto siempre han sido controvertidos y poco fiables: según el informe Chernobyl´s Legacy: health, Environmental and Socio-Economic Impacts, elaborado por el Organismo Internacional de la Energía Atómica (IAEA) y otros organismos de Naciones Unidas, «Es imposible afirmar con fiabilidad y cualquier precisión el número de cánceres fatales causados por la exposición debida al accidente de Chernóbil, o incluso el impacto sobre el estrés y la ansiedad inducida por el accidente o la respuesta a este».
Con todo, el pánico hacia lo nuclear está desproporcionado, por una mezcla de miedo cerval espoleado por el síndrome de Frankenstein y los medios de comunicación que informan desde el punto de vista de la alarma con ribetes magufos. Es un fenómeno similar al que sucede con el avión y el coche: el primero es portada más a menudo de los periódicos cuando se produce un accidente, y hay más personas que temen volar a circular en un automóvil, a pesar de que el segundo medio de transporte es mucho más inseguro que el primero y también produce mayor número de víctimas. Ahora basta, mutatis mutandis, por sustituir "coche" y "avión" por "central nuclear" y "central eléctrica a carbón".
Para ilustrarlo, a continuación, las tasas de mortalidad y emisiones de las energías renovables y nucleares, que son similares, y varios órdenes de magnitud inferiores a los combustibles fósiles:
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