La pregunta parece un poco obvia, pero no lo es tanto: ¿el ser humano sigue evolucionando? Sin ir más lejos, el otro día, alguien me dijo que evidentemente seguimos evolucionando y que no debemos que dejar de hacerlo nunca. Mi ex profesor de EGB, un día, también nos propuso el siguiente ejercicio: ¿cómo evolucionarán los seres humanos con los años?
Mi ex profesor nos puso como ejemplo el largo cuello de la jirafa: si es tan largo es porque, de tanto estirarse para comer frutos de los árboles, generación tras generación, se ha ido alargando. Como si fuera chicle. Bajo esta idea errónea y lamarckiana de la evolución, todos empezamos a describir humanos sin nada de pelo, de grandes cabezas por pensar tanto, y sin apenas músculos porque la tecnología lo haría todo por ellos.
Pero la realidad es otra. Cada vez que nace un bebé, lo hace totalmente ajeno a la evolución cultural de la sociedad. Un bebé nace igual que si lo hiciera hace millones de años. No hay pruebas de que el genoma humano esté cambiando en alguna dirección nueva. No se agranda nuestro cerebro, ni tenemos dientes más pequeños porque ya no los necesitamos para roer la carne.
Los cambios que sí apreciamos, sin embargo, son de menor consecuencia. Como el cambio de las frecuencias de los rasgos raciales: color de la piel, tipo de pelo, proteínas de los linfocitos e inmunoglobulinas, debido al crecimiento demográfico más rápido de los países en vías de desarrollo.
En 1950, el 68 % de la población mundial vivía en países en vías de desarrollo. En el año 2000, la cifra asciende al 78 %. Esta cantidad de cambio está teniendo un efecto en las frecuencias de genes que existían previamente, pero ninguno de los rasgos implicados, por lo que conocemos, tiene consecuencias importantes. Ninguno afecta a la capacidad intelectual ni a los fundamentos de la naturaleza humana.
También se ha detectado un curioso fenómeno en poblaciones separadas de todo el mundo: la cabeza de la gente se ha estado haciendo más redondeada. Es lo que se llama braquicefalización.
En la Polonia rural, entre los montes Cárpatos y el mar Báltico, los antropólogos han documentado la tendencia en esqueletos que van desde alrededor de 1300 hasta principios del siglo XX, y abarca alrededor de treinta generaciones. El cambio se debe principalmente a la tasa de supervivencia ligeramente mayor de los cabezas redondas, y no al flujo de braquicéfalos procedentes de fuera de Polonia. El rasgo tiene una base parcialmente genética, pero se desconoce la razón de su mayor éxito darviniano, si es que hay alguno.
También se han localizado divergencias de poblaciones locales: diferencias que pueden relacionarse con una mayor tasa de supervivencia y reproducción en el ambiente local. Por ejemplo, un grupo de genetistas rusos descubrió en 1994 que las gentes de habla turcomana de los desiertos cálidos de Asia central producen más proteínas de choque térmico en sus fibroblastos cutáneos (células que forman parte del tejido conjuntivo laxo) que las personas que han vivido durante generaciones en climas moderados vecinos.
Si hay algún cambio en la evolución humana que sí que podamos determinar como universal e inmediato es otro. Un cambio que nada tiene que ver con seres humanos cabezudos o más inteligentes, ni tampoco con capacidad para conectarse por WiFi a Internet.
Hablaremos de ello en el próximo capítulo de este artículo.