Vivimos en una época de profilaxis excesiva, de paranoia al riesgo, de sobreprotección rayana en lo patológico, olvidándonos de que estar vivo no sólo es continuar respirando (como dice en anuncio). Pero, en ocasiones, los accidentes sencillamente son inevitables: las muertes, las mutilaciones, los embates de la vida suceden, y ello forma parte de la vida.
La única forma de minimizar eso sería no movernos jamás. Pero nos movemos, vivimos, y por ello hay suicidios, asesinatos, maltratos, desastres… y aviones que caen o coches a los que les fallan los frenos.
Esa clase de desastres que el sociólogo de la Universidad de Yale Charles Perrow ha definido como accidentes normales. Lo que aquí significa “normal” no es frecuente o común, sino que es la clase de accidente que se puede esperar del funcionamiento habitual de un operativo tecnológicamente complejo.
Los sistemas modernos, argumenta Perrow, están compuestos de miles de piezas, todas las cuales se interrelacionan de tantos modos que es imposible preverlos todos. Considerando esta complejidad, es casi inevitable que algunas combinaciones de fracasos menores acaben ascendiendo a algo catastrófico.
Perrow se refiere, por ejemplo, a accidentes aéreos, a vertidos de crudo, a explosiones de plantas químicas… sucesos en los que, en ocasiones, no hay nadie a quien culpar o pedir responsabilidades.
Por ejemplo, el famoso accidente del Apolo XIII, del que se hizo una película protagonizada por Tom Hanks:
La expedición del Apolo salió mal debido a una interacción de fallos en los tanques de oxígeno e hidrógeno de la nave espacial con una señal luminosa que desvió la atención de los astronautas del verdadero problema. (…) Pero lo que hacía insólita Apolo XIII era el hecho de que la emoción dominante en ella no era la cólera, sino la confusión: cómo podían salir tan mal tantas cosas por motivos aparentemente tan insignificantes.
Vía | Lo que vio el perro de Malcolm Gladwell / Accidentes normales de Charles Perrow