Se da una curiosa circunstancia en las disciplinas científicas. Cuando en un medio público se plantea un debate sobre historia, por ejemplo, los comparecientes suelen ser, en su mayoría, expertos en historia. Sin embargo, si se produce un debate relacionado con el ámbito científico, entonces la mayoría son intelectuales de letras y, solo ante el peligro, algún científico.
En una conversación de historiadores profesionales sobre las causas de la Primera Guerra Mundial, difícilmente un físico podrá competir. Pero, sin embargo, estoy harto de escuchar vulgarizaciones de la mecánica cuántica o del principio de indeterminación de Heisenberg en conversaciones sobre asuntos que nada tienen que ver con las ciencias naturales.
Como la mariposa del caos mueve sus alas y crea fenómenos aleatorios, entonces todo es relativo, incluido lo que sabemos sobre ciencia, dicen algunos posmodernos. Respeta mi opinión, vale tanto como la tuya, porque la verdad no existe.
Sin embargo, cualquier persona interesada mínimamente en un asunto, aunque no sea especialista en él, puede evaluar los datos y razonamientos presentados y llegar a alguna clase de juicio razonado, aunque provisional y muy superficial, por supuesto. Pero si bien en ciencias sociales se exigen unos mínimos bastante amplios so pena de que te tachen de ignorante, en las ciencias naturales esos mínimos apenas superan los capítulos de Érase una vez la vida.
Hace 40 años, C.P. Snow, en su famosa conferencia sobre las “Dos culturas”, lo expresó mucho mejor que yo:
He estado presente un buen puñado de veces en reuniones de personas que, según los criterios de la cultura tradicional, se consideran exquisitamente educadas y que han expresado con considerable gusto su sorpresa por la falta de cultura de los científicos. En una o dos ocasiones me he sentido provocado y he preguntado a los circunstantes cuántos de ellos serían capaces de enunciar la segunda ley de la termodinámica. La respuesta era fría: también negativa. Y, sin embargo, yo no había hecho más que preguntar algo así como el equivalente científico de: ¿Ha leído usted alguna obra de Shakespeare?
Creo ahora que, si hubiera preguntado algo todavía más simple, como: ¿Qué entiende usted por masa, o por aceleración?, que es el equivalente científico de ¿Sabe usted leer?, sólo uno de cada diez de los mejor educados habría tenido la impresión de que yo estaba hablando la misma lengua. Así se levanta el magno edificio de la física moderna, mientras la mayoría de la gente más inteligente del mundo occidental tiene de él tanto conocimiento como el que habrían tenido sus antepasados neolíticos.
Y añado yo que no es extraño que la mayoría de la gente no sepa distinguir entre ciencia y psedociencia: sus profesores de ciencias no les han dado nunca argumentos racionales para hacerlo. Así pues, el problema no sólo es de los intelectuales humanistas, que siguen sin saber “leer” y, encima, cada vez barajan más términos avanzados de física y otras ciencias duras, sino del sistema y de una tradición cultural que premia la lectura de novelas intocables, la credulidad como sinónimo de apertura de mente y la relatividad cognitiva como prueba de humildad.
Por el momento, seguiremos viendo normal que un intelectual reputado al que todo el mundo escucha sea un analfabeto funcional en ciencia y tecnología; y también veremos normal que si un físico no ha leído a Shakespeare quede frente a los demás como un pobre ignorante.
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