Se tiende a pensar que las discrepancias entre la teoría cuántica y la clásica son muy insignificantes, pero de hecho subyacen también a muchos fenómenos físicos a escala ordinaria: la existencia misma de los cuerpos sólidos, la resistencia y propiedades físicas de los materiales, la naturaleza de la química, los colores de las substancias, los fenómenos de congelación y ebullición, la fiabilidad de la herencia; estas y muchas propiedades familiares requieren la teoría cuántica para su explicación.
Quizá el fenómeno de la conciencia sea también algo que no pueda entenderse en términos enteramente clásicos.
A la gente le gusta invocar la incertidumbre de la mecánica cuántica para deducir que el mundo no se puede predecir y que, por tanto, no es determinista; en suma, que somos entidades libres.
El principio de incertidumbre de Heisenberg, en efecto, dice que no posible medir (es decir amplificar hasta el nivel clásico) con precisión la posición y el momento de una partícula al mismo tiempo. Peor aún: existe un límite absoluto para el producto de estas precisiones.
Para hacernos una idea del tamaño del límite dado por la relación de Heisenberg, supongamos que la posición de un electrón sea medido con la precisión del nanómetro entonces el momento se haría tan indeterminado que no podríamos esperar que, un segundo después, el electrón estuviera a menos de 100 kilómetros de distancia.
Pero que no seamos capaces de calcular dónde están los electrones u otras partículas no significa que éstos no estén determinados por leyes inflexibles y, por tanto, nuestra libertad no sea más que una ilusión.
Todo lo dicho lo resume muy bien el filósofo Albert Jacquard cuando se le formuló la pregunta sobre la libertad:
La dificultad lógica proviene del hecho de formar parte de ese mundo que pretendemos transformar. Estamos hechos de los mismos elementos que cualquier objeto y estamos sometidos también a las mismas interacciones elementales. A partir de ahí podemos desarrollar el razonamiento de Laplace, según el cual el estado del universo en el momento t determina su estado en el momento t+1. En ese caso, toda libertad es ilusoria.
Sin embargo, este razonamiento no tiene en cuenta el descubrimiento de Poincaré en respecto al “problema de los tres cuerpos”; si se produce la imbricación de varios determinismos, el resultado de su acción a largo plazo es imprevisible.
Este resultado se ha extendido al conjunto de los fenómenos llamados “caóticos”, es decir, aquellos cuyo desarrollo depende estrechamente de las condiciones iniciales; como la precisión del conocimiento de estas condiciones de partida es limitada, la previsión a largo plazo tiene también un límite. Esta constatación de la imprevisibilidad de los fenómenos del mundo real no basta para demostrar la posibilidad de la libertad, pero hace indemostrable su imposibilidad.
Incluso estos conceptos que enturbian la libertad del hombre ya han sido tratados en novelas de ciencia ficción como Universo monolítico, de Robert J. Sawyer. Así observamos que la gente capta progresivamente las implicaciones de descubrirse que todos somos materia, y que la materia está determinada por leyes; por extensión, nosotros sólo somos una propiedad de esas leyes y nuestras vidas, meras ilusiones.
-No lo sé. No estoy segura. Es decir, ¿qué sentido tiene seguir si todo está ya prefijado?
-¿Qué sentido tiene leer una novela cuyo final ya se ha escrito?
Michiko se mordió el labio.
-El concepto de universo monolítico es lo único que tiene sentido en un universo relativista –dijo Lloyd. En realidad es sólo la relatividad a la lo grande: la relatividad dice que ningún punto del espacio es más importante que otro; no hay un sistema de referencia fijo con el que medir otras posiciones. Bien, el universo monolítico dice que ningún tiempo es más importante que otro… “ahora” es una ilusión total y absoluta y, si no existe el ahora universal, si el futuro ya está escrito, entonces es evidente que también el libre albedrío es una ilusión.
Vía | La nueva mente del emperador de Roger Penrose