Muchos científicos son creyentes e, incluso, se dejan seducir por asuntos sobrenaturales o que se hallan extramuros de la ciencia oficial (aunque dudo que alguno apoye las ligerezas granguiñolescas de Friker Jiménez). Porque, aunque sea difícil de creer, los científicos también son seres humanos, con sus miedos, sus anhelos, sus sentimientos, sus debilidades, sus intuiciones ilógicas, sus manías persecutorias e incluso su falta de fe hacia el método científico.
Por ello no debemos caer en el error de confundir la ciencia con los científicos. El método científico es la forma más idónea que conocemos para alcanzar una verdad consensuada y temporal. Los científicos no siempre son la mejor forma de hacerlo.
Como prueba de ello, como prueba de que los científicos no pueden escapar del marco sociocultural en el que se han criado, al igual que los filósofos (los hubo misóginos, machistas y pro esclavistas) y cualquier otra profesión íntimamente ligada al intelecto, hoy voy a hablaros del eminente Newton y su obsesión por las profecías bíblicas.
De todos es sabido de la afición de Newton por la alquimia, pero su pasión se exacerbaba cuando se trataba de las profecías bíblicas. Cuando a Newton no le caían manzanas en la cabeza y resolvía cuestiones sobre la gravitación universal, invertía ingentes cantidades de energía mental en interpretar las profecías de Daniel en el Antiguo Testamento y el Libro de la Revelación en el Nuevo.
Incluso, aunque suene inverosímil, Newton escribió miles, millones de palabras sobre este peregrino asunto. No en vano, Newton se consideraba a sí mismo como la primera persona que había interpretado correctamente ambos libros.
Según su personalísima interpretación, Newton creía que la historia del mundo terminaría con la Segunda Venida de Jesús, seguida por su juicio a los vivos y los muertos. Hasta se atrevió a emitir una fecha para la Segunda Venida, como ahora hacen prestigiosísimos analistas como Rappel o Roland Emmerich en 2012. El año, según Newton, sería 1867. Afortunadamente, algún tiempo después decidió que era una tontería usar la Biblia para predecir el futuro.
Como muchos protestantes del siglo XVIII, Newton también creía que el Papa era el Anticristo profetizado en el Apocalipsis: una encarnación de Satán en su último e infructuoso intento de influir en el plan de Dios para limpiar el pecado del universo. Ahí es nada.
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Seis años después de la muerte de Newton, se publicaron en Londres sus “Observaciones sobre las profecías de Daniel y del Apocalipsis de san Juan”. El libro se reeditó en 1922, pero desde entonces, asombrosamente, ha sido imposible de encontrar. El único resumen de su contenido que conozco es un capítulo del segundo tomo de la obra de Leroy Edwin Froom The Prophetic Faith of Our Fathers (Review and Heraid, 1950-1954), un voluminoso tratado en cuatro tomos, escrito por un historiador perteneciente a los adventistas del Séptimo Día. Froom era un gran admirador de las opiniones religiosas de Newton, muchas de las cuales son compartidas por los adventistas, entre ellas la identificación del papado con el Anticristo y la creencia en que Dios creó el universo por medio de Jesús. Al igual que los adventistas, Newton entendía que las cuatro partes de la imagen metálica que se describe en el capítulo 2 del Libro de Daniel simbolizan las sucesivas potencias mundiales de Babilonia, Persia, Grecia y Roma. Como los adventistas, interpretaba que el crecimiento del “cuerno pequeño” de la cuarta bestia de Daniel representaba el auge del papado.
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