Lo primero que hay que advertir es que, si algo es radioactivo, no brilla en la oscuridad. Si fuera así, y dado que las rocas, la tierra y todo tejido vivo contiene trazas de material radiactivo, la Tierra brillaría en la oscuridad, y también las plantas y los animales, como si todo hubiera sido salpicado con sangre de Depredador. Y es que la radioactividad no se detecta como una luz visible.
La radioactividad es la propiedad que presentan algunas sustancias de emitir radiaciones ionizantes (partículas con una gran energía que son capaces de alterar y dañar moléculas a su paso al atravesar la materia). El término fue acuñado por la química polaca Marie Curie en 1898. Si bien ella inventó la palabra, el físico francés Henri Becquerel había descubierto por casualidad el proceso dos años antes, mientras estudiaba el uranio.
Becquerel, Marie y su marido Pierre compartieron el premio Nobel de 1903 por su descubrimiento. Y entonces se pusieron de moda las sales de radio, que se promocionaban como una cura para todo, desde la ceguera hasta la depresión. Empezó a añadirse radio al agua mineral, los dentífricos, las cremas cosméticas y hasta el chocolate, tal y como os expliqué en ¡Beba refrescante agua radiactiva!
El origen popular del “brillo verde” radioactivo surgió justo aquí, cuando se descubrió que la pintura adquiría luminosidad si se le añadía un poco de radio. Entonces se puso de moda decorar las esferas de los relojes y las paredes con esta mezcla. En realidad, sin embargo, lo que brillaba no era el radio sino su reacción con el cobre y el zinc de la pintura, que originaba un fenómeno llamado “radioluminiscencia”.
Las llamadas “chicas del radio”, que trabajaban en las fábricas aplicando capas de pintura con radio a los relojes, sin embargo, murieron de cánceres faciales que les desfiguraban el rostro: al parecer, chupaban los pinceles mientras trabajaban. Y en 1934, la propia Marie Curie falleció de anemia, como consecuencia de haber manipulado durante años la sustancia que había descubierto.