Dejando a un lado las colisiones entre ellas (tratadas en el anterior capítulo), las partículas de un gas se mueven libremente hasta llegar a las paredes del recipiente que lo contiene. Por eso solemos decir que los gases se expanden hasta ocupar todo el espacio disponible.
En este contexto, con «pared del recipiente» quiero decir cualquier objeto sólido. Por ejemplo, mi misma piel es una pared para las moléculas que forman el aire.
Ahora, dejadme que abra un paréntesis. ¿Y qué pasa si el recipiente no tiene paredes (o sea, no hay recipiente)? Por ejemplo, la Tierra no tiene techo, no hay una pared superior. Según lo que hemos dicho, los gases de la atmósfera deberían expandirse hasta ocupar todo el universo. Si no lo hacen es porque los retiene la fuerza de gravedad terrestre. Pero si las moléculas del aire fueran más rápidas (es decir, la temperatura fuera mayor), podrían escaparse de la atracción gravitatoria y nos quedaríamos con una atmósfera muy tenue (como la Luna, por ejemplo, que tiene una gravedad mucho más débil y por tanto se puede escapar a menor temperatura).
Si un gas se encuentra en el vacío del espacio, efectivamente se expandirá hasta diluirse en la totalidad del universo. A no ser que haya tantísimo gas junto que genere su propia fuerza de gravedad. Esto es lo que llamamos nebulosa. Incluso es posible que se formen grumos más densos, con tanta gravedad que puedan colapsar sobre si mismos para formar bolas de gas auto-gravitantes como planetas gaseosos (como Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno) o incluso estrellas como el Sol. Cierro paréntesis.
Volviendo a la colisión de las partículas contra las paredes sólidas. Como la pared tiene una masa mucho mayor, apenas notará la colisión de una simple partícula.
Así que la partícula simplemente rebota, y la pared se queda inmutable. Más o menos como una pelota en un frontón.
Ahora bien, un gas no tiene una partícula, sino muchas. Y se mueven muy rápido. Así que las paredes reciben un bombardeo continuo. Así que el efecto acumulado es una gran fuerza neta sobre la pared.
Es decir, por el simplemente de estar inmerso en un gas, cualquier superficie sólida soporta una fuerza de compresión proporcional a su área. Por supuesto, cuanto más grande sea la pared en cuestión, más partículas la interceptarán. Por lo tanto, medir la fuerza total no es tan interesante como saber cuánta fuerza se produce por cada unidad de superficie. Eso es lo que llamamos presión.
Por poner un ejemplo, la presión atmosférica es tal que el aire ejerce, sobre cada metro cuadrado, la fuerza media de 101325N. Es decir, lo equivalente a un peso de algo más de diez toneladas.
Otro ejemplo, la palma de mi mano, con los dedos estirados, es más o menos un rectángulo de 18 × 10 cm (sí, tengo las manos pequeñas, lo se). A causa de la enorme presión atmosférica, la palma de mi mano soporta constantemente una fuerza de compresión equivalente al peso de unos 186kg.
Sin embargo, yo no noto absolutamente nada en la palma de mi mano. No me cuesta moverla como si llevara 186kg constantemente. El motivo es que en el dorso de mi mano también hay una gran cantidad de partículas que colisionan, ejerciendo exactamente la misma fuerza. Ambas fuerzas se cancelan, pero tienden a comprimir mi mano.
Viene a ser lo mismo que dos personas empujando un mueble desde extremos opuestos, con la misma fuerza. El mueble no se mueve, pero si empujan demasiado el mueble puede acabar cediendo y rompiéndose. Por suerte, los seres humanos estamos hechos para vivir con la presión atmosférica. Dentro de nuestro cuerpo tenemos fluidos que están a la misma presión, por lo tanto mi piel no se hunde debido al empuje atmosférico.
Sin embargo, si conseguimos que a ambos lados de una pared haya presiones diferentes, entonces dicha pared sufrirá una fuerza neta. Esto es algo suficientemente importante como para que le dediquemos el siguiente capítulo.