El tiempo se estira y se encoge según nuestro estado de ánimo y según lo rápido que nos movamos; también se compra y se vende tiempo; e incluso se redefine lo que es un minuto para que todo tenga un poco más de sentido en nuestra vida cotidiana. Porque un minuto no es siempre un minuto.
El tiempo es algo psicológico. Cuando lo pasamos bien, transcurre velocísimo. Cuando lo pasamos mal, es lento, casi se paraliza. Cuando viajamos, parece que, en vez de una semana, nos hemos ido un mes. Pero, para los que se quedan, sólo ha pasado una semana (y si les caemos mal, incluso menos de una semana).
Pero estas variaciones en el tiempo no sólo suceden en nuestra cabeza, también existen en la realidad, por mucho que nos vendan que nuestro reloj siempre da la hora precisa.
Bien, el tiempo no nació exclusivamente con el Big Bang o la explosión cósmica que dio inicio al universo sino con la vida moderna, con la carestía del mismo, con la necesidad de administración del tiempo. A partir de entonces, el hombre ha necesitado medir el tiempo. En la actualidad, su medición se considera una cuestión tan minuciosa que en años como el 2008 añadimos un segundo artificial en aras de que todos nuestros sistemas de control y medición del tiempo siguieran bien calibrados.
Ya había sucedido en 1998 y también en 2005; el 31 de diciembre de 2008 fue oficialmente un segundo más largo que el año pasado. La Tierra no es estable en su movimiento y velocidad, sobre todo a causa del viento, que al colisionar con las cordilleras puede llegar a acelerar o decelerar la velocidad de rotación de nuestro planeta.
Esta imagen me recuerda poderosamente a aquella escena de una película Supermán, en la que Supermán llega tarde para salvar la vida de Loise Lane y, entonces, decide salir volando a toda velocidad hasta la estratosfera de la Tierra y empieza a dar vueltas en dirección contraria a la rotación del planeta para conseguir que éste se detenga y dé vueltas al revés. De esta inverosímil manera, el tiempo cronológico también rebobinaba, como si la rotación del mundo fuera una especie de cinta magnetofónica, para así regresar al instante antes en el que Loise Lane estaba viva.
Pero olvidemos a Supermán por un momento. La deceleración de la Tierra a causa del viento provoca que amanezca o se haga de noche instantes antes o después. Estas diferencias mínimas de tiempo provocan desfases que deben ajustarse al final del año a fin de mantener alineado el Tiempo Universal Coordinado (UTC) con las escalares astronómicas variables GMT y el Horario Universal (UTI).
Ello provoca no pocos líos en la gente, además de que puede perturbar el funcionamiento de algunos programas informáticos. Por esa razón, la Unión Internacional de Telecomunicaciones insiste en que, para ahorrarnos tantos reajustes, nos pongamos todos de acuerdo para añadir una hora cada 600 años y nada más. Todo suena, ciertamente, un poco esotérico. Pero es que, si con el Big Bang empezó el tiempo, el reloj del la torre del Big Ben, en Londres, representa nuestra obsesión por controlarlo.
Los relojes atómicos, que funcionan contando el número de vibraciones del átomo de cesio-133 (9.192.631.770 de veces por segundo), con su poder para precisar con total exactitud la duración de un segundo, representan nuestro anhelo por milimetrar el envejecimiento de las cosas. Y por último están los intereses comerciales por dominar el tiempo: la marca de relojes Swatch lanzó hace un tiempo la Internet Time, un nuevo sistema de medición del tiempo que divide el día en 1.000 pulsaciones Swatch, con el que trata de convencer a los internautas par que abandone los relojes tradicionales y adopte este tiempo sin zonas horarias. Y de marca.
Pero volvamos otra vez con Supermán. Su forma de retroceder en el tiempo no sólo es disparatada sino que, actualmente, no se conoce ninguna forma de viajar hacia atrás en el tiempo para recuperar el tiempo perdido. Sí que se conoce, sin embargo, cómo viajar hacia el futuro. No me refiero a esos microviajes de 5 o 10 minutos que todos realizamos cuando suena el despertador a las 7 de la mañana y lo programamos para que nos permita dormir un rato más: cuando vuelve a sonar, nos da la impresión de que sólo hace un segundo que hemos cerrado los ojos.
Existe una forma mucho más científica de dar una zancada cronológica: desarrollar una gran velocidad. Cuanto más rápido nos movemos, más lento es nuestro tiempo subjetivo en relación al tiempo objetivo de lo que nos rodea. Por ejemplo, si pudiéramos viajar a una velocidad cercana a la velocidad de la luz durante un mes, al regresar a la Tierra de nuestro viaje turístico por el Sistema Solar, para nuestros familiares y amigos no habría transcurrido un mes sino tal vez tres meses, o diez, o incluso años.
Cuanto más rápido viajemos, más diferencia temporal existirá entre ellos y nosotros. A velocidades más cotidianas, las diferencias son minúsculas, imperceptibles: los físicos saben que la cola de un perro envejece más rápido que el propio perro, habida cuenta de su agitación continua; pero estamos hablando de una fracción de segundo en toda la vida del perro. Si hablamos de satélites artificiales que requieren de una precisión cronológica minuciosa y que dan vueltas y vueltas alrededor del mundo tal y como lo hacía Supermán, entonces las diferencias sí son cuantificables por los instrumentos electrónicos.
Los satélites, como Supermán, viajan en el tiempo, pero sólo hacia el futuro, y unos pocos microsegundos más allá, ni mucho menos a futuros lejanísimos como los de El Viajero del Tiempo de H. G. Wells. El tiempo, entonces, no se presenta como algo tan etéreo, sino funciona como una dimensión más del mundo, la cuarta, junto a la longitud, la anchura y la profundidad. Algo tangible, algo manipulable.
Con el tiempo incluso se puede traficar, como si fuera una moneda o una pieza de arte, como os explicaré en la próxima entrega de este artículo.