Como os explicaba en la anterior entrega de este artículo, el tiempo es elástico. Pero también es mercable. Vamos, que se puede traficar con él.
Incluso se puede traficar con el tiempo. Y no me refiero a lo que ocurre en una película que próximamente se estrenará (y que os recomiendo encarecidamente): “In Time”, del genial Andrew Niccol (Gattacca, El show de Truman), sino a los bancos de tiempo.
El tiempo entendido como moneda de cambio, casi como entidad física (por mucho que proteste Albert Einstein advirtiendo que fue él quien le otorgó dimensión al tiempo definiéndolo como la cuarta dimensión de la realidad) nació en Estados Unidos, en los años 1980, y también en Italia, en ambos lugares como proyectos para que las mujeres pudieran disponer de más tiempo libre.
Uno de los pioneros a la hora de desarrollar los primeros experimentos de almacenaje de tiempo en forma de divisas fue el anarquista norteamericano del siglo diecinueve Josiah Warren, con su proyecto Cincinnati Time Store, que fue fuente de inspiración para muchos anarquistas del planeta, sobre todo estadounidenses y franceses.
La Tienda de Tiempo de Cincinnati fue una tienda minorista de éxito que funcionó desde 1827 hasta 1830 empleando una interpretación estricta de la teoría del valor-trabajo. Esta teoría postula que el valor de un producto consiste en la suma del esfuerzo realizado en producirlo o adquirirlo, con lo cual resulta inmoral comercializarlo con un precio más alto que el del coste asumido por el vendedor en introducirlo en el mercado.
Es decir, que considera anatema los beneficios (y, supongo, considerará pornografía que se cuadruplique el precio de un refresco en las terrazas en primera línea de mar). Bajo esta premisa, Warren eliminó las etiquetas de los precios y estipuló lo que él llamaba notas de trabajo: la adquisición de los productos a cambio de desempeñar un trabajo por un determinado número de horas.
Por ejemplo, en el caso de maíz, que fue usado como regla universal por la tienda, Warren determinó que 12 libras de maíz eran equivalentes a una hora de trabajo. En la tienda también se colocaron pizarras donde los clientes podían publicar qué tipo de servicios estaban buscando o cuáles vendían para que otros pudieran comerciar por ellos mediante notas de trabajo.
Para que la tienda también subsistiera, se incrementó en un 7 % el valor de los artículos, de este modo se suplía el trabajo requerido para introducirlos en el mercado con el precio incrementado según el tiempo que un consumidor gastaba con el tendero, medido con un contador de tiempo. Más tarde, esta elevación fue reducida a un 4 %.
En la actualidad hay bancos de tiempo en los que la gente acumula tiempo según el tiempo que invierta en otros. Por ejemplo, dedicas 1 hora a enseñar informática a un lego en informática, y el banco de tiempo te pone en contacto con otro usuario que pueda arreglarte el grifo de tu baño: tienes una hora para gastar con él. Y así sucesivamente. Podéis leer más sobre bancos de tiempo aquí.
Porque el tiempo también es una moneda de cambio. Y se estira y se encoge, en nuestra cabeza, en nuestros relojes y en la realidad que nos rodea.