Una de las cosas curiosas que el conocimiento científico ofrece a nuestra visión del mundo es que nos obliga a repasar de nuevo nuestras ideas más arraigadas, heredadas de generación tras generación, consideradas incluso intocables. Sobre todo si uno quiere seguir preceptos religiosos o mágicos.
Leí una vez el caso de una mujer que se declaraba abstemia contumaz. Al igual que en ciertas religiones no se permite la ingestión de determinada carne (como si los componentes de dicha carne fueran en efecto diferentes sustancialmente a las de otras carnes), esta mujer se negaba a que el alcohol corriera por su sangre. Ni una pizca. Si al respirar se cuela un átomo de determinada carne o de alcohol por tus fosas nasales, ¿has incumplido alguna norma? Los Gremlins no podían comer nada pasadas las 12 de la noche, pero si se muerden un pellejo de la piel, ¿entonces ya lo han hecho? Así son las cosas en realidad. Complicadas. Nunca sencillas como en los cuentos.
Desde su punto de vista acientífico e incluso acrítico, creía que para cumplir tal precepto sólo debía de abstenerse de beber un tetrabrick de Don Simón. O algo así. La infeliz no sabía que el alcohol no era una sustancia cuasi mística que se embotellaba con marcas impías sino que era un compuesto químico que podía encontrarse en diversas formas en lo que comía.
Leyó entonces alarmada que en la fermentación del pan se produce una pequeña cantidad de etanol. Bastó con que leyera a renglón seguido que esta pequeña cantidad de alcohol se evapora gracias al calor del horno que cuece el pan. Con lo cual el producto final está libre del compuesto químico al que ella se oponía de modo tan enérgico. Originalmente, su pan era borracho. Luego ya había pasado por Alcohólicos Anónimos. Y Santas Pascuas.
Pero ¿debería esta mujer abstemia revisar todo lo que come y respira en su vida para no vulnerar sus ideas fundadas en mitos, prejuicios y demás parentela? La ciencia pone las cosas en su sitio. Gracias a la ciencia podemos actuar y opinar con mayor fundamento y razón, y también podemos eliminar ideas vacías o infantiles. La ciencia incluso eleva nuestra categoría moral. ¿Cómo opinar sobre el aborto, por ejemplo, si se poseen conocimientos científicos parejos a los de la mujer abstemia de antes? Pues como lo hacen ahora los políticos, y ni se despeinan, los tíos.
Otro buen ejemplo de que la ciencia va más allá de nuestras pequeñas miserias, nuestra visión mínima de la realidad, nuestras manías y neurosis, es el caso del azúcar. Imaginemos a alguien torturado por el miedo a ingerir azúcar, pues lo considera sinónimo ponerse como una vaca. Imaginemos incluso una religión que prohibe comer azúcar por considerarlo demasiado dulce, ergo demasiado hedonista y diabólico. Lo placentero suele estar prohibido por muchos sistemas de creencias antiguas, acientíficas (hasta hace poco estaba mal visto parir sin dolor, y aún hay gente que opina así).
Bien, pues organizar una creencia boba como ésta en torno al azúcar todavía es más peliagudo. A poco que uno consulte un libro sobre la sacarosa, la glucosa, la fructosa y el ciclo glicolítico, se convencerá gradualmente de que las moléculas que uno intenta evitar en forma de dímeros están de todas formas incluidas en forma de polímeros en los otros alimentos. En el organismo, estas sustancias se descomponen para dar lugar a la misma glucosa y fructosa que produce la digestión del azúcar común.
Quien come pan puede ser un borracho. Quien sólo bebe refrescos sin azúcar también puede estar tomando azúcar. No dudéis que dentro de unos siglos, muchas ideas, prejuicios y libros analfabetos deberán actualizar sus códigos de conducta en base al alud de nuevos descubrimientos que nos esperan. Y Amén.
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