Que el lenguaje es un instinto es una idea que hoy en día muchos psicolingüistas ya defienden sin demasiado problema.
Décadas antes, fue Noam Chomsky el primero en defender la idea de una gramática universal que se manifestaba gracias a nuestro código genético: los genes dotan a una parte del cerebro humano de la capacidad especializada de aprender el lenguaje.
Lo que se aprende desde cero es el vocabulario y ciertas variaciones gramaticales, pero existe un conjunto universal de reglas mentales.
Fue el psicolingüista Steven Pinker el que hizo más por refrendar las ideas revolucionarias de Chomsky. Según Pinker, todos los humanos hablan lenguas de una complejidad gramatical comparable, hasta los que viven aislados en las tierras altas de Nueva Guinea desde la Edad de Piedra.
Todas las personas son igualmente coherentes y cuidadosas siguiendo las reglas gramaticales implícitas, incluso las que no están educadas y hablan lo que se considera argot. Incluso esa forma de hablar en apariencia tan coja de la clase baja de los barrios más pobres obedece a reglas tan racionales y complejas como las de un lord inglés que se expresa de forma afectadísima.
Bajo este prisma, defender una u otra manera de expresarse sólo se puede hacer impulsado por un prejuicio.
Por otro lado, la prueba más asombrosa de que estas reglas gramaticales son innatas y no se aprenden por imitación, como el vocabulario, la hallamos en lo que se llama el lenguaje criollo: una lengua con reglas gramaticales que nace de una lengua franca, es decir, sin reglas coherentes, adoptada para un entendimiento común entre personas que no tienen la misma lengua materna.
El experimento natural más importante en este sentido fue el que estudió Derek Brickerton sobre un grupo de peones extranjeros de diferentes nacionalidades que trabajaron juntos en Hawai en el siglo XIX. Estos peones desarrollaron una lengua franca para poder comunicarse entre ellos: carecía de reglas gramaticales coherentes y consistía en una mezcla de palabras y frases para poder salir del paso.
Pero estos peones tuvieron hijos. La nueva generación, que creció en este ambiente caótico, de forma automática empezó a asimilar la lengua pero aplicándole las reglas gramaticales universales innatas. La lengua franca adquirió, en boca de estos niños, reglas de inflexión, orden de palabras y gramática coherente, volviéndola una lengua mucho más eficaz y eficiente: un lenguaje criollo.
Toda esta transformación sólo la hicieron un puñado de niños por instinto, sin usar gruesos manuales de gramática.