Un águila puede permitirse el lujo de aprender su oficio de sus padres para adaptarse mejor a las condiciones locales; en contraposición, un cuco debe construirlo todo basándose en el instinto porque nunca conocerá a sus padres.
De la misma manera que infravaloramos la medida en que el cerebro humano depende de los instintos, también hemos infravalorado generalmente la medida en que otros animales son capaces de aprender.
Por ejemplo, se ha demostrado que los abejorros aprenden a reunir néctar de diferentes tipos de flores por experiencia.
El hombre que ha demostrado esto, así cómo aprenden las babosas de mar, es Eric Kandel, Premio Nobel de Mecina en el 2000. Su interés se centra en las sinapsis entre neuronas, pues parece ser que el aprendizaje es una alteración de sus propiedades.
Kandel y sus colaboradores descubrieron que todos los cambios químicos relativos al aprendizaje se concentraban en una molécula llamada AMP cíclico.
En los años 1960 se crearon muchas moscas mutantes de la fruta a las que se les trataba de dar tareas sencillas que debían aprender. Dunce, por ejemplo, fue una mosca que era incapaz de aprender que a un determinado olor le seguía siempre un electrochoque.
Finalmente, se encontraron 17 mutaciones del aprendizaje en las moscas. Se descubrió que las moscas mutantes que eran incapaces de aprender tenían una serie de genes que no funcionaban que intervenían en la producción o la respuesta al AMP cíclico.
Dado que podían incapacitar a las moscas para que aprendieran, también se dedujo que se podría modificar o mejorar este aprendizaje. Eliminando el gen de la proteína llamada CREB, se creó por ejemplo una mosca que podía aprender pero no recordar lo que había aprendido: la lección se desvanecía pronto en su memoria.
También se creó una estirpe de moscas con memoria fotográfica. En una sola lección eran capaces de aprender lo que otras moscas tardaban diez lecciones.