La maquinaria proteica que controla y construye nuestro cuerpo está traducida por unos 30.000 genes. Es decir, 30.000 tramos distintos de información digital. Cada gen es la receta de una proteína.
El genoma humano cuenta con un código de unos 3.000 millones de “letras”. Lo que produce el genoma viene determinado por el orden de estas letras y no por sus propiedades particulares, de modo que podemos tratarla como una información digital.
Así podemos decir que, entre dos seres humanos, la diferencia, en promedio, viene a ser de un 0,1 %. En otras palabras: entre tú y otra persona hay una diferencia de unas 3 millones de letras.
Bajo esta premisa, ¿cuál es la diferencia entre un ser humano y un chimpancé? Pues hay una diferencia unas 15 veces mayor. Es decir, una diferencia del 1,5 %. Eso equivale a 45 millones de letras distintas, que es aproximadamente 10 veces más letras que las que hay en la Biblia.
El supuesto libro de diferencias digitales entre nuestras dos especies, pues, llenaría el anaquel de una estantería de algo más de 3 metros. Parece mucho.
Pero la estantería que contendría los libros de las semejanzas tendría unos 228 metros.
Como nosotros tenemos 30.000 genes, asumiendo que el chimpancé tiene la misma cifra, entonces resulta que hay 450 genes que nos diferencian. Los otros 29.550 genes son idénticos a los nuestros.
Aunque esto no es exacto, pues hay algunos genes que son ligeramente distintos si hablamos de humanos y chimpancés. La diferencia más acusada es que todos los simios tienen un par de cromosomas más que los seres humanos.
A mediados de 1990 se descubrió el primer rasgo universal genéticamente único a todas las personas y ausente de todos los simios. Un profesor de medicina de San Diego llamado Ajit Varki descubrió que hay una secuencia de 92 letras que ha desaparecido del cromosoma 6 que en los seres humanos se denomina CMAH.
Ello provoca que nosotros no toleremos un tipo concreto de azúcar, cierto “ácido siálico”, que se encuentra unido a proteínas en el suero animal. Esta respuesta inmunológica es responsable en parte de la grave reacción que a menudo tiene la gente, por ejemplo, al suero de caballo utilizado como antídoto contra la mordedura de serpiente.
¿Y qué? ¿Es importante una diferencia tan minúscula?
El ácido siálico es un azúcar que se encuentra en el exterior de las células, como una especie de flor que crece en la superficie celular. Es uno de los principales objetivos de los patógenos infecciosos, entre los que figuran el botulismo, la malaria, la gripo y el cólera. La falta de una de las formas comunes de ácido siálico podría hacer que fuéramos más o menos vulnerables a estas enfermedades que nuestros parientes simios (los azúcares de la superficie celular son como una especie de primera línea defensiva en el sistema inmunológico).
Pero lo más sorprendente es, tal y como reflexiona Varki, que la expansión del cerebro humano no hubiera podido acelerarse hace unos dos millones de años si no llega a ser por esta eliminación del ácido siálico (nuestros antepasados sí que lo poseían). Al desactivarse por completo el gen, nuestro cerebro pudo hacerse más grande.
Es una hipótesis compleja y quizá un tanto descabellada. Pero ofrece claves interesantes. Por ejemplo, proporciona una razón poderosa para abandonar la idea del xeno transplante de órganos de animales a personas: las reacciones alérgicas a los azúcares contenidos en los órganos animales son casi inevitables.
Con todo, las similitudes entre simios y humanos son mayores de lo que sospechamos. Os hablaré de ellas en un futuro artículo sobre el tema.
Vía | ¿Qué nos hace humanos? de Matt Ridley