Si tenéis curiosidad por saber cómo es un día ordinario de una alumna de KIPP, os voy a reproducir una entrevista a una estudiante llamada Marita, hija única de una familia monoparental que reside en una habitación en el Bronx.
Marita tiene 12 años, pero se levanta a las 5:45 de la mañana para llegar a tiempo a clase, ya que debe hacer largas combinaciones de autobús y metro, como sucede con muchos de los alumnos de KIPP. Un compañero de Marita, José, por ejemplo, a veces debe despertarse a las 3 y 4 de la mañana para terminar una tarea de la noche anterior, y luego vuelve a acostarse para dormir otro poco.
Sigue Marita:
Salgo de clase a las cinco de la tarde y, si no me entretengo, llego a casa más o menos a las cinco y media. Entonces saludo a mi madre sin perder mucho tiempo y comienzo mis tareas. Si ese día no tengo mucha tarea, tardo dos o tres horas, o sea, que para las nueve de la noche ya he terminado. Cuando tengo que hacer algún trabajo escrito, termino a eso de las diez o diez y media. (…) Cuando termino, mi madre suele querer que le cuente cómo me ha ido en la escuela, pero tengo que hacerlo rápido porque para las once debo estar acostada, así que preparo todo lo que necesito para el día siguiente y me meto en la cama.
Como señala irónicamente Malcom Gladwell, Martita es tan pequeña que no es consciente de lo insólito que es su estilo de vida: tiene el horario de un abogado que quiere que lo hagan socio, o el de un médico residente. Sólo le faltan las ojeras y la adicción al café.
Una vez me quedé dormida en clase y el profesor me vio y me dijo: ¿Puedo hablar contigo después de clase? Entonces me preguntó: ¿Por qué te quedabas dormida? Yo le dije que porque me había acostado más tarde. El contestó: Tienes que acostarte antes.
Este tipo de vida suena terrorífico, como si Martita fuera un niño de una novela de Charles Dickens. Pero es el precio que Martita debe pagar por su herencia cultural. Su situación sería aún peor si Martita no renunciara a una vida más normal en la que hay vacaciones y más tiempo libre. Porque su comunidad no le da lo que ella necesita. Martita renuncia a las tardes, a los fines de semana, a las vacaciones, a los amigos y a su barrio en general para vivir en una especie de burbuja llamada KIPP.
La burbuja que elimina los elementos que podrían retrasar la educación de Martita. KIPP promete a niños como Martita, atrapados en la pobreza y un ambiente poco proclive para su educación, una especie de salida de escape.
Y así es como KIPP situará a Martita y al 84 % de los alumnos pobres en el nivel de matemáticas exigible para su edad o por encima de él. Y gracias a estos rendimientos, el 90 % de ellos consigue becas para prestigiosos centros privados. El 80 % pasará por la universidad, y en muchos casos serán los primeros de sus familias en hacerlo. Trascendiendo los límites de su legado cultural.
Martita sólo necesitaba una oportunidad para demostrar que podía ser igual o mejor que cualquier otra chica estadounidense. Y, aunque a un alto precio de esfuerzo y aislamiento, KIPP se la ofreció.
Se trata de una lección tan simple que resulta asombroso cuán a menudo se pasa por alto. Estamos tan seducidos por los mitos del mejor y el más brillante y el hombre hecho a sí mismo, que creemos que los fueras de serie brotan de la tierra tan naturalmente como los manantiales. Miramos a Bill Gates y nos maravillamos de vivir en un mundo que da a un chico de trece años la llave para convertirse en un empresario fabulosamente exitoso. Pero ésa es la lección incorrecta. En 1968 sólo había un chico de trece años al que nuestro mundo permitió acceder ilimitadamente a una terminal a tiempo compartido. Si un millón de adolescentes hubiera gozado de la misma oportunidad, ¿cuántos Microsofts más tendríamos hoy? Para construir un mundo mejor, es preciso que sustituyamos el patrón de los golpes de suerte y las ventajas arbitrarias que hoy determinan el éxito por una sociedad que ofrezca oportunidades a todos.
Vía | Fueras de serie de Malcom Gladwell