De la misma manera que una persona perpetuamente infeliz no es biológicamente factible, tampoco lo es una persona perpetuamente feliz (no buscaría maneras de mejorar su existencia y, por tanto, de progresar en un mundo cambiante y amenazador). Así pues, la búsqueda de la felicidad se asemeja un poco a la zanahoria que cuelga siempre a unos centímetros del belfo del asno.
La felicidad duradera es una quimera.
Muchos estudios, además, sugieren que nacemos con algo así como una cuota de felicidad determinada por el ADN. Podemos sufrir subidones de felicidad (encontrar pareja, ganar la lotería, etc.) o bajones de felicidad (quedarse sin trabajo, etc.), pero no tardaremos en regresar al nivel de felicidad después de este tipo de acontecimientos.
Así que nada proporciona La Felicidad. Ni siquiera los tan cacareados como el dinero, el amor o la salud.
En realidad, el segumineto de personas que han ganado la lotería y de pacientes con daños en la médula espinal revela que, al cabo de un año o dos, esas personas no son más felices ni más tristes que los demás. Nuestra sorpresa al saber esto proviene en parte de nuestra incapacidad para darnos cuenta de que hay cosas que no cambian. La persona que gana la lotería seguirá teniendo parientes con quienes no se lleva bien y quienes sufren una parálisis se seguirán enamorando.
Como el psicólogo Daniel Gilbert ha demostrado, cuando pensamos en las cosas que podrían suceder, tendemos a centrarnos sólo en lo más evidente. Además, no tenemos en cuenta nuestra capacidad para adptarnos a las circunstancias.
¿Entonces estamos atrapados en nuestra propia espiral genómica de felicidad? Hasta cierto punto. Podemos esforzarnos por cambiar nuestra concepción de la felicidad, por ejemplo.
Los estudios de gemelos idénticos y no idénticos demuestras que los gemelos idénticos tienen mayor tendencia a exhibir el mismo nivel de felicidad que los gemelos fraternos o los hermanos. Los genetistas de la conducta han empleado estos estudios para calcular cuántos genes importan y han llegado a la conclusión de que la felicidad duradera depende de un cincuenta por ciento de la idea fija que de la felicidad tenga la persona (y si la ha hecho realidad), en un diez por ciento de sus circunstancias (por ejemplo, dónde vive, cuánto dinero tiene, cuál es su estado de salud) y en un cuarenta por ciento de lo que elige pensar y hacer. Por supuesto, nuestras experiencias en la vida pueden cambiar nuestro estado de ánimo durante un tiempo, pero en la mayoría de los casos estos cambios son transitorios.
Vía | Conectados de Nicholas A. Christakis