Imaginaos un duende. O un enano delgaducho de rostro estrecho, nariz hundida y barbilla puntiaguda, amén de unos patrones estrellados en el iris. Una especie de duendecillo o un gnomo, que resulta un total incompetente para tareas normales pero que es un conversador extrañamente fluido y remilgado. Un pedante patológico que es incapaz de atarse los zapatos.
Son personas que existen, y sufren el síndrome de Williams.
El origen del síndrome de Williams es un fallo genético en el cromosoma 7. Los niños que lo padecen poseen capacidades cognitivas reducidas (su cociente intelectual suele estar alrededor de 60) y acostumbran a tener una coordinación mano-ojo limitada. Lo de llamarlos duendes no es un insulto: los médicos reconocen a estos niños en primera instancia porque sus característicos rasgos faciales recuerdan a elfos.
El síndrome de Williams también proporciona capacidades que resultan sobrehumanas. Por ejemplo, una fluidez verbal extraordinaria, incluso en niños muy pequeños. Una fluidez que les permite usar palabras extrañamente cultas o infrecuentes, y que les obliga a hablar y hablar sin parar.
También hay algunos niños con síndrome de Williams que tienen capacidades a lo normal en el ámbito de la inteligencia social: perciben mejor las expresiones faciales de las otras personas. Y también los hay que se desenvuelven por encima de la media con la música, tal y como explica magistralmente el neurólogo Oliver Sacks en su libro Musicofilia, catalogándolos de “especie hipermusical” cuando conoció algunos casos en un campamento de verano de personas con el síndrome de Williams:
Todos parecían extraordinariamente sociables y curiosos, y aunque no conocía a ninguno de ellos, al instante me saludaron con la mayor cordialidad y familiaridad, como si fuera un viejo amigo o un tío suyo, y no un desconocido. Se los veía locuaces y efusivos, me preguntaron por el viaje, si tenía familia, cuáles eran mis colores y mi música favorita. Ninguno de ellos se mostró retraído, e incluso los más pequeños, de una edad en la que casi todos los niños son tímidos o se cohíben delante de los extraños, se me acercaban, me cogían de la mano, me miraban intensamente a los ojos y charlaban conmigo con una desenvoltura impropia de su edad.
Como explica Christopher Drösser en su libro La seducción de la música, muchos de esos niños también poseían habilidades musicales fabulosas, y empleaban esas habilidades para favorecer el contacto social, para construir vínculos. A veces, incluso de forma un tanto exagerada: en opinión de David Huron, de la Universidad del Estado de Ohio, si el autismo trata de la incapacidad de establecer contacto emocional con otras personas, el síndrome de Williams trata de lo contrario: de la incapacidad de establecer la distancia sana.
Pero volvamos a la música, en palabras de Drösser, a propósito de un experimento de Daniel Levitin con personas con síndrome de Williams a las que les hizo escuchar música mientras escaneaba su cerebro:
Llegó a la conclusión de que se les activaba una parte del cerebro más grande que a las personas sanas normales. La expresión con la que Levintin resume su hallazgo es la siguiente: “Su cerebro tarareaba”.
Para que podáis entender el contraste entre unas y otras habilidades de un aquejado por síndrome de Williams, nada como la descripción que hace Thomas Anderson de Gloria Lenhoff en su libro El poder de la neurodiversidad:
una mujer de unos cincuenta años, de estatura pequeña (un metro y medio), que lleva gafas, tiene una nariz de duende, ojos hinchados y una boca grande. Al caminar, se apoya en la base de los pies. No puede cambiar un dólar, no puede restar siete de quince, distinguir la izquierda de la derecha, no puede cruzar sola la calle, ni escribir su nombre legiblemente. Su coeficiente intelectual es de cincuenta y cinco. Pero puede cantar ópera en veinticinco idiomas diferentes, entre ellos el chino. (…) No puede leer una partitura, pero canta, toca el acordeón y tiene oído absoluto. Sólo necesita escuchar una o dos veces una pieza musical para recordarla íntegramente. Como resultado, tiene un repertorio de miles de canciones.
Este trastorno genético afecta a 1 de cada 75.000 nacimientos. El volumen cerebral total de una persona con síndrome de Williams es un 80 % del normal, parecen tener un neocerebelo (considerado importante para el movimiento, las habilidades motoras y el lenguaje) relativamente grande, así como lóbulos frontales y un sistema límbico normales, un mayor córtex de audición primario, y una zona adyacente, conocida como planum temporal (se cree que es importante tanto para el lenguaje como para la música), más grande de lo habitual.