En muchos sectores políticos, e incluso científicos, se postula que la manera idónea de criar a un niño es la familia clásica, compuesta por un padre y una madre heterosexuales. Sin embargo, ¿hasta qué punto el desarrollo de un niño se verá resentido si no crece en el seno de una familia aparentemente ideal?
Judith Rich Harris estudió a diversas familias que, en California, a mediados de los años setenta, se agrupaban con formas de convivencia inhabituales. Algunas vivían en comunidades, otras eran parejas abiertas, etc. Su conclusión fue que los niños eran tan inteligentes, sanos y emocionalmente equilibrados como los niños criados en hogares convencionales.
Con todo, el mayor miedo que se presenta ante la posibilidad de que una pareja de homosexuales adopte a un niño es que dicho niño pueda cambiar de polaridad sexual o que se frustre de alguna manera el desarrollo de su personalidad.
Diversos estudios empíricos realizados en EEUU concluyeron que los hijos a cargo de homosexuales citaron los mismos juguetes preferidos que los niños a cargo de familias heterosexuales, así como los mismos programas de televisión y los mismos héroes del cine. Los tests psicológicos corroboraron la presencia de rasgos del sexo contrario en la misma medida que los demás niños, y no más.
Tampoco hubo indicios de una mayor frecuencia de inclinaciones homosexuales.
En un estudio más reciente y más importante, realizado por Patterson con 37 madres lesbianas de San Francisco, la mayoría de las cuales tuvieron hijos por inseminación artificial, tampoco hallaron trastornos apreciables de la personalidad ni problemas de comportamiento.
En uno de los tests destinado a medir la habilidad pedagógica en las situaciones peliagudas, las madres lesbianas puntuaron incluso mejor que las heterosexuales.
Tampoco se confirmó la sospecha de que los hijos de madres lesbianas perdieran el contacto con los abuelos por la supuesta desaprobación de éstos ante el estilo de vida de la madre.
Los niños fijan sus referentes no sólo en los padres sino también en muchos otros elementos de su entorno. Además, al contrario de lo que suele creerse, los padres no imprimen carácter a sus hijos en un punto decisivo (y si lo hacen, sin duda no es por la vía educacional sino genética).
Al fomentar determinados comportamientos en los niños y otros diferentes en las niñas, los padres no están encarrilando los roles sexuales de sus hijos en direcciones fijadas de antemano. Los roles sexuales están fijados principalmente por la herencia genética.
Mediante observaciones de la conducta de un gran número de familias se ha demostrado que en los modernos países industrializados los padres no hacen demasiadas diferencias en cuanto al trato de los hijos y las hijas. Les dedican más o menos el mismo tiempo y atenciones, y los premian o los disciplinan de iguales maneras. La ominosa diferencia sólo aparece en el momento de comprarles las prendas de vestir y los juguetes. Frente a esto argumenta Harris que tal comportamiento podría ser una reacción pasiva a las demandas de los pequeños: “A lo mejor se limitan a darles lo que ellos piden.
A pesar de las teorías de Sigmund Freud, los niños criados sin presencia de padre, por lo general, no dejan de adquirir hábitos viriles. Y las chicas criadas exclusivamente por lesbianas (a las que popularmente se les atribuye escasa feminidad), por lo general no presentan ningún déficit de rasgos femeninos.
También se ha seguido la vida de niños que, por su aspecto afeminado, fueron criados erróneamente como niñas. Todos ellos acabaron rechazando los nombres femeninos y la entidad femenina tan pronto como sus cuerpos les descubrieron la verdad biológica.
Aspectos tan aparentemente forjados por la cultura machista como “los hombres no cocinamos” no sólo se dan en nuestra cultura. Parecidos comportamientos se detectan entre los indios yanomamos de la selva tropical brasileña u otras realidades culturales totalmente ajenas a la nuestra. Lo cual hace pensar que esos comportamientos no tienen un origen cultural, o sólo cultural, sino también biológico.
El psicólogo Jens Asendorpf también ha señalado cómo fracasaron los intentos de los movimientos de igualación de sexos de los años sesenta y setenta:
Los niños enseñados a jugar con cocinitas esgrimían los cucharones a manera de pistolas, y las niñas mecían sus coches de carreras en miniatura como si fuesen el más rosado y gomoso de los muñecos-bebé.
Vía | El mito de la educación de Judith Rich Harris / Las falacias de la psicología de Rolf Degen