Hay lugares que son mágicos por sus rocas. Concretamente porque sus rocas y piedras parecen estar vivas y moverse cuando nadie las mira, como animadas por alguna especie de sortilegio, como sucede en ese juego infantil que consiste en cantar y picar de palmas en una pared mientras tus compañeros se aproximan a ti y, justo cuando acabas la coreografía y te volteas, entonces todos deben quedar paralizados.
Algo parecido ocurre en el parque nacional del Valle de la Muerte, en Sierra Nevada, California.
El valle de la Muerte tiene un nombre tan macabro porque se extiende en una zona árida y es uno de los mayores relieves desérticos de la zona continental de Estados Unidos. En 1849 fue bautizado así por uno de los 18 supervivientes de un grupo de 30 aventureros que se las vieron y se las desearon al intentar atravesarlo, buscando un atajo para llegar a los yacimientos de oro de California. Posee una anchura de entre 6 y 26 kilómetros y casi 225 kilómetros de longitud.
El punto más bajo del valle, conocido como Badwater, está situado a 85,5 metros por debajo del nivel del mar; y el más alto es el Monte Whitney, con 4.400 metros. El lugar, pues, está lleno de altibajos, y a nivel geológico es casi como un planeta extraterrestre. También es uno de los lugares más calurosos del país. El 23 de julio de 2006 se alcanzó el record del mercurio con 58,1 grados centígrados, en la zona de Badwater. Hasta 2007 fue el record mundial de calor absoluto.
El calor resulta tan infernal que hasta se ha usado como eximente en casos de asesinato. Y ha funcionado: más de uno se ha librado de la pena de muerte porque adujo enajenación mental derivada de permanecer a más de 50 grados centígrados (¿también servirá para los crímenes cometidos en saunas?).
Pero lo que nos interesa de este lugar tan hostil a la vida está en su suelo. En él, además de encontrarse el bórax, un mineral que fue explotado por largo tiempo para la fabricación de jabón (se sacaba de allí en grandes carros tirados por 18 mulas y 2 caballos, dando lugar a la marca de jabón Twenty mule team, muy conocida en el país), existen rocas que literalmente andan solas cuando nadie las mira.
Esto sucede concretamente en un lago seco de superficie resquebrajada conocido como Racetrack Playa. Allí, rocas de un peso considerable, se desplazan sin testigos oculares cerca dejando tras de sí huellas de su avance, como las estelas de goma quemada al frenar. Las marcas suelen ser rectilíneas, como si las rocas siguieran una dirección concreta.
Desde un punto de vista elevado, la imagen es muy llamativa. Parecen animales pétreos compitiendo en el París-Dakar. Como si un puñado de rocas hubiera decidido marchar en busca de nuevos horizontes.
Por supuesto, estas rocas no están hechizadas, ni tampoco, tal y como creen los lugareños, no están atrapadas en sus entrañas los espíritus de los antiguos guerreros indios. Pero todavía no está clara la explicación científica que las hace moverse. La hipótesis más aceptada para el fenómeno de las Sliding Rocks es que se combinan lluvias fuertes (que provocan que la superficie se torne fangosa y resbaladiza) con fuertes vientos racheados. La explicación no suena muy espectacular. Pero sí lo es contemplar huellas de rocas de más de 300 kilos, dejadas tras de sí como lo haría un carromato. Teniendo en cuenta que apenas hay manifestaciones de vida en todo el valle, estas rocas constituyen lo que más se le parece a la vida.
Son rocas tan gigantescas y pesadas, sin embargo, que pocos pueden creerse que el simple viento y un suelo de limo en un lugar donde llueve tan poco sean capaces de mover unas moles como ésas. A la hipótesis, pues, han añadido otro elemento: el hielo. Ya en 1948, los geólogos Jim McAllister y Allen Agnew detectaron que algo fallaba en la teoría base. El hielo, según George M. Stanley, podría ser lo que faltaba, pues estos movimientos suelen producirse tras las tormentas, sí, pero sobre todo tras las tormentas invernales.
A pesar del calor veraniego, en invierno pueden registrarse temperaturas bajo cero en Death Valley. Así, las rocas, como si estuvieran sobre un glaciar improvisado, son empujadas por placas de hielo que, al deshacerse, originan una película acuosa que lubrica en contacto con el barro.
Esta hipótesis fue confirmada en la década de 1990, pues a las rocas se les colocó dispositivos de GPS para saber cuándo se movían y cuánto se movían, algunas dejando incluso rastros de 900 metros de viaje. Las rocas de el Valle de la Muerte, entonces, no tienen patitas como un cienpiés, pero casi. Y sin duda demuestran que la naturaleza todavía tiene muchos ases escondidos bajo la manga.