A lo largo de la historia, las ciudades han funcionado como nodos de comunicaciones y han permitido la división del trabajo de forma más eficiente, tal y como defiende Edward Glaeser, uno de los más reconocidos expertos internacionales en economía urbana, en su libro El triunfo de las ciudades.
Las ciudades porturarias, como la Atenas clásica, la Venecia del Renacimiento o las revolucionarias Boston y Filadelfia, son buenos ejemplos de ello. Pero el paradigma mundial, el epicentro de la ciencia, la filosofía, las ideas libres y el mestizaje intelectual y cultural es indudablemente una ciudad de los Países Bajos: Ámsterdam.
Nodo de comunicación
La innovación cultural y científica no nace de un puñado de mentes brillantes aisladas entre sí, sino de la colaboración estrecha entre muchas mentes privilegiadas. A Ámsterdam, al contar con más rutas comerciales, las ideas llegaban de otros nodos. Además, la ciudad, en aras de fomentar el comercio, fue muy laxa en la libertad de sus visitantes, de modo que muchos pensadores, filósofos y científicos que veían constreñida su libertad acabaron por mudarse a esta ciudad.
Pero Ámsterdam es mucho más que la avanzadilla, el laboratorio de ideas, del mundo moderno. Es también una mezcla extraña y armónica entre reglamentaciones y caos, racionalidad y locura. Una ciudad extraña y fascinante que nació sobre endebles ciénagas y pantanos debido a un milagro religioso. Una ciudad que hizo arder inglesias y sacerdotes. Que descubrió una manera de conservar los arenques para amasar una fortuna.
Este libro de Russell Shorto, titulada como Ámsterdam: Historia de la ciudad más liberal del mundo, habla de todo ello y de mucho más, abarcando la construcción de los primeros canales en el siglo XIV hasta que la ciudad se convirtió en la urbe de mayor diversidad étnica del mundo.
A veces, la historia no la escriben las personas. La escriben las ciudades. Ámsterdam es el ejemplo perfecto.
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