El café es una bebida fascinante. Es una droga legal que, por los pelos, no ha sido catalogada como ilegal en diversas épocas de la historia. Al sustituir al alcohol en las tabernas, éstas se convirtieron más en conciliábulos intelectuales, políticos y reflexivos antes que en garitos para armar jarana.
De hecho, las cafeterías son, para muchos historiadores, el Internet victoriano, como es el caso de Tom Standage. Y le doy la razón: ahora mismo estoy tecleando estas frases bajo el influjo de un café matutino con vistas al mar en vez de estar remoloneando en la cama.
El café oculta tras de sí una historia fascinante, y Mark Pendergrast nos permite recorrerla por completo de forma exhaustiva en su libro El café, historia de la semilla que cambió el mundo. No en vano, Mark Helprin, en su Memoria de una caja a prueba de hormigas (1955), dejó escrito lo siguiente a propósito del café:
El sacerdote vudú y sus polvos mágicos no eran nada comparados con el exprés, el capuchino y el moca, que son más fuertes que todas las religiones del mundo combinadas, y quizá más fuertes que el alma humana.
Por ello el libro de Pedergrast nos ha inspirado para escribir artículos como Los dos inventos que revolucionaron la industria del café gracias a la guerra.
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