Siendo sincero, y aun a riesgo de parecer sacrílego, he de reconocer que la lectura de muchos de los clásicos que la divulgación científica ha entronizado me han dejado más bien frío. Da la impresión que con las letras, cuanto más polvo acumulen, más valor se les debe otorgar; o al menos, mayor dosis de respeto y veneración. Simplemente por sus arrugas valetudinarias. Como si la cronología tuviera algo que ver con la ciencia, cuando más bien es al revés: los científicos del pasado tenían menos conocimientos que los científicos del presente.
De hecho, si me pongo a pensar en los libros de ciencia que más han influido en mi vida, ninguno de ellos tiene más de 30 años. Creo que el más antiguo es El mundo y sus demonios, de Carl Sagan, publicado en 1997. Tal vez alguna antología de artículos de Isaac Asimov. Pero poco más allá puedo irme. Bueno, sí, El gen egoísta, de Richard Dawkins, que cambió mi manera de pensar en muchos aspectos.
No me motivó demasiado Isaac Newton o Gottfried Leibniz. Tal vez le encontré cierto encanto a Pierre-Simon Laplace, cuando andaba obsesionado con el determismo, pero poco más.
Antes prefiero El poder de la ciencia de José Manuel Sánchez Ron, Cómo funciona la mente y La tabla rasa, ambos de Steven Pinker, La nueva mente del emperador de Roger Penrose, El canon de Natalie Angier o Consilience de Edward O. Wilson. Incluso, si me apuráis, el divertido Cómo funciona todo de Bill Bryson.
Muchos pensarán, por supuesto, que mi afirmación es propia de mi bisoñez o de mi incultura. Irónicamente, cuando lleve muchos años muerto, a ser posible unos cuantos siglos, es probable que se me tome un poco más en serio. O mejor todavía: ¿por qué no hacer que sea precisamente un muerto y un considerado “clásico” el que profiera mis mismas palabras? De esta manera, muchos tendrán que guardar silencio a riesgo de parecer ellos los jóvenes incultos. Es una de las ventajas que puedes obtener cuando retuerces las falacias de autoridad (muerta) en tu beneficio:
En mi país de Gascuña consideran gracioso verme impreso. Cuanto más lejos de mi guarida llega el conocimiento que de mí se tiene, más valgo.
Esto lo decía Montaigne. Era filósofo. Es reputado. Y está muerto. Y también evidencia que, además del tiempo, es el espacio lo que otorga autoridad a unas palabras. Si escuchamos a un español ya muerto, le prestamos atención. Pero si encima el muerto es extranjero, entonces caemos rendidos a sus ideas.
¿Entonces? ¿Qué libros son mejores? ¿Los escritos por científicos muertos o por científicos vivos? ¿Qué postura es la más acertada? Supongo que aquélla en la que no interviene ni el tiempo ni el espacio, sino el frío y objetivo análisis. Pero, ay, es tan difícil no ser vehemente.
Pues bien, a lo que iba: yo no soy ni Séneca ni Platón. Tampoco Montaigne. Ni menos aún soy Albert Einstein o Charles Darwin. Soy alguien probablemente de vuestra edad o incluso más joven, que vive a pocos pasos de vosotros. Así que, por un momento, imaginad que cualquiera de esos clásicos tan venerados por la elite intelectual también es joven y próximo, que incluso que puede ser vuestro propio vecino. ¿Cuántos libros lanzaríamos entonces a la basura?
La ciencia avanza que es un contento, así que lo de repetir citas de Albert Einstein, con el tiempo, quedará un poco como citar a Aristóteles o Platón: muy bien para dárselas de culto, pero muy mal para aportar datos objetivos y ponderados.
Para subsanar el algo este desliz en el que todos tropezamos, citaré a un filósofo contemporáneo, y bastante joven, Alain de Botton en su libro Las consolaciones de la filosofía:
muchos libros que la tradición académica nos anima a repetir como loros no son fascinantes en sí mismos. Se les otorga un lugar destacado en el programa por tratarse de obras de autores de prestigio, mientras que asuntos tanto o más relevantes languidecen por no haber merecido jamás la atención de alguna autoridad intelectual.
Así que si en nuestro ánimo no está el bucear en la historia de la ciencia o conocer los fundamenos en los que científicos contemporáneos han construido sus sólidos pilares, entonces mejor que leamos aquello que más llame nuestra atención, aunque sea algo que acaba de aparecer en las librerías. Y si no habéis leído al padre de la geometría, Euclides, no pasa nada. O pasa tanto como no haber leído al vecino del quinto, que también es geómetra. (Por cierto, Elementos, de Euclides, es el libro más divulgado de la historia.
Hace algunos años, la revista de divulgación científica Discover publicó los 25 mejores libros de ciencia de todos los tiempos. ¿Qué os parece la lista? ¿Qué clásico me recomendáis para superar mi tendencia a considerar mejores los libros actuales? ¿Qué libros recomendáis vosotros, tanto clásicos como actuales? Ahí va la lista de Discover para inspirarse un poco:
1. El Viaje del Beagle, Charles Darwin
2. El Origen de las Especies, Charles Darwin
3. Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, Isaac Newton
4. Diálogo sobre los dos Sistemas del Mundo, Galileo Galilei
5. De Revolutionibus Orbium Coelestium, Nicolás Copérnico
6. Física, Aristóteles
7. De Humanis Corporis Fabrica, Andrés Vesalio
8. Relatividad: Teoría Especial y General, Albert Einstein
9. El Gen Egoísta, Richard Dawkins
10. Uno, dos, tres… el Infinito, George Gamow
11. La Doble Hélice, James D. Watson
12. ¿Qué es la Vida?, Erwin Schrödinger
13. La Conexión Cósmica, Carl Sagan
14. Las Sociedades de los Insectos, Edward O. Wilson
15. Los Primeros Tres Minutos, Steven Weinberg
16. La Primavera Silenciosa, Rachel Carson
17. La Falsa Medida del Hombre, Stephen Jay Gould
18. El Hombre que Confundió a su Mujer con un Sombrero, Oliver Sacks
19. Los Diarios de Lewis y Clark, Meriwether Lewis y William Clark
20. The Feynman Lectures on Physics, Richard P. Feynman, Robert B. Leighton
y Matthew Sands
21. El Comportamiento Sexual en el Hombre, Alfred C. Kinsey
22. Gorilas en la Niebla, Dian Fossey
23. Under a Lucky Star, Roy Chapman Andrews
24. Micrografía, Robert Hooke
25. Gaia, James Lovelock
Vía | Tauzero