Somos pésimos a la hora de calcular las probabilidades relativas de que se produzcan sucesos raros. Por esa razón tenemos más miedo de viajar en avión que en coche, aunque sea más probable morir conduciendo un coche. O tenemos más miedo a ser contagiados por el virus del VIH que resbalar en la ducha y desnucarnos.
El terrorismo, en todas sus manifestaciones, juega precisamente con ese defecto del cerebro para imponer su hegemonía. El verdadero problema surge cuando, detrás de esta fortuita falla cognitiva, existen intereses creados. Medios de comunicación, gobernantes y creadores de alarma en general, que alimentan nuestro miedo hasta límites insoportables.
No cuesta imaginar qué le sucedería a las compañías aéreas si día y noche se emitieran noticias de accidentes, de secuestros, de errores de maquinaria (con la intervención, incluso, de gremlins). Incluso, si se repitieran incesantemente los muertos que provocan los aviones en un año. Si se entrevistaran a los familiares de las víctimas. Si se disputaran debates. Si la carga electoral de cualquier partido político dependiera de la forma de encarar el problema. En definitiva, si se diera una cobertura excepcional de un hecho que no lo es tanto.
Objetivamente hablando, el terrorismo consiste en un grupo de personas que emplean la violencia para reivindicar su visión del mundo. ¿Cuál es la fuerza de su violencia? Unos 1.000 muertos desde su creación y otros tantos heridos, si nos basamos en ETA, por ejemplo.
Entretejido este dato en el inextricable telar de hechos, desastres, miedos y probabilidades, ETA no es más que una anécdota. ¿Por qué no somos capaces de vislumbrarlo? Porque se ha puesto en funcionamiento el miedo patológico, la misma fobia que nos asalta cuando tenemos que tomar un avión.
Nicholas Taleb Tassim añade en El cisne negro que “la información estadística abstracta no nos influye tanto como la anécdota.” Stalin también refirió que “una muerte es una tragedia; un millón de muertes, una estadística.”
Apliquemos este razonamiento al 11 de septiembre de 2001. El grupo de Bin Laden acabó con la vida de unas dos mil quinientas personas en las Torres Gemelas del World Trade Center. Sus familias contaron con el apoyo de todo tipo de entidades y organizaciones benéficas, como debía ser. Pero, según dicen los investigadores, durante los tres meses que restaban de aquel año, unas mil personas fueron víctimas silenciosas de los terroristas. ¿Cómo? Quienes tenían miedo al avión y se pasaron al coche corrieron un riesgo mayor de muerte. Se ha demostrado que durante aquellos meses aumentaron los accidentes automovilísticos; la carretera es considerablemente más letal que el espacio. Estas familias no recibieron ayuda; ni siquiera sabían que sus seres queridos también fueron víctimas de Bin Laden.
Visto así, sin alejarnos de la acepción de terrorismo, el verdadero enemigo no es ETA o cualquier otra organización terrorista. El verdadero enemigo es quien pretende sacarle rédito político a un atentado, son los periodistas que se regodean en el dolor ajeno y en los detalles escabrosos. El verdadero terror nace de quienes dan poder mediático al terrorista, quien crea ecos innecesarios, redundantes y excesivos.
Sin embargo, ETA desaparecería al instante si se colocara en su justo sitio: un accidente mínimo, una anécdota que no merece mayor trascendencia que el descarrilamiento de un tren en una localidad perdida. El terrorismo perdería fuelle si se tuviera el exigible código deontológico de no abundar en el miedo.
Por ejemplo, los medios de comunicación pueden ser tan poderosos a la hora de propagar la idea del suicidio que incluso el Centro de Control de Enfermedades (CDC) se ha preocupado de sugerir formas alternativas de publicar noticias de suicidios: por ejemplo, no ofreciendo datos muy concretos sobre cómo o dónde se produjo el suicidio y omitiendo todos los rasgos personales que pudieran inspirar la compasión del lector.
¿Por qué no perseguir un control similar respecto a las noticias de terrorismo? En la siguiente entrega de este artículo profundizaremos en ello y plantearemos más hechos matemáticamente improbables.
Vía | El cisne negro de Nicholas Taleb Nassim, El hombre anumérico de John Allen Paulos, Tráfico de Tom Vanderbilt, El club de los supervivientes de Ben Sherwood, Sistemas emergentes de Steven Johnson, El fin de la fe de Sam Harris, Historias de un gran país de Bill Bryson, El miedo a la ciencia de Robin Dunbar y Superfreakonomics de Stephen Dubner