Como os prometía en la primera entrega de este artículo, vamos a contemplar el viaje de un medicamento desde que se concibe hasta que llega al mercado. Una vez tenemos una molécula de una planta, un viejo fármaco que creemos que podemos mejorar, un receptor en el organismo con el que consideramos que podemos conectar una molécula de nuestra invención, etc., entonces hay que ponerse en marcha.
Una vez superada la fase de experimentación con animales, empieza la fase I de estudios o primera prueba en humanos. Generalmente se paga dinero a la gente que se somete a estas pruebas, porque los efectos en el organismo todavía son en cierto grado desconocidos. Algunas de esas fases acaban con personas gravemente enfermas.
Si se supera la fase I, entonces se pasa la fase II con un grupo de unas 200 personas aquejadas de la enfermedad relevante para el fármaco estudiado, tal y como explica Ben Goldacre:
un ensayo ideado como una “prueba de concepto”, a fin de estudiar la dosis adecuada y hacernos una idea de su eficacia (o ineficacia). Muchas medicinas fracasan en ese punto, lo que no deja de ser una lástima, porque no se trata de un simple trabajo de ciencias de secundaria: sacar un medicamento al mercado cuesta en torno a los 500 millones de dólares en total.
A continuación, empieza la fase III. Un nuevo ensayo pero en un grupo mayor de personas, que además será aleatorio y doble ciego: ni el médico ni el paciente saben si están tomando el medicamento de verdad o solo un placebo. Esto se hace así porque muchas enfermedades remiten o mejoran simplemente con la actitud del paciente: si cree que está tomando un medicamento afectivo puede que estemos confundiendo la eficacia del medicamento con el poder del placebo.
Otro motivo es que hay muchas personas que se curan espontáneamente hayan tomado o no un fármaco: esta remisión espontánea es el principal motor de lugares milagrosos como Lourdes (donde el índice de remisiones espontáneas no es porcentualmente superior al de cualquier hospital). Y, por supuesto, es la mejor forma de rebatir el “a mí me ha funcionado”, el típico argumento de la persona que ignora que existen las remisiones espontáneas, el placebo y demás. Si alguien explica su experiencia personal (o a de un amigo o un grupo de amigos) para discutiros la eficacia de un producto, entonces tenéis mucho trabajo por delante hasta que entienda por qué eso no es un argumento válido en medicina.
Tras haber superado estas fases de prueba, se obtendrá una licencia para vender el nuevo medicamento. Pero, tras su salida al mercado, se deberán seguir haciendo más ensayos, y probablemente habrá otras personas que realizarán sus propias pruebas y estudios para rebatir la eficacia del medicamento nuevo. Además, siempre se mantendrá un control sobre los posibles efectos secundarios nuevos que se presenten en los pacientes.
Vale, ya tenemos el medicamento en el mercado. ¿Ahora qué?
Los médicos toman sus propias decisiones racionales a la hora de recetar un medicamento en función de lo bueno que ha demostrado ser en los ensayos, de lo serios que son sus efectos secundarios y, a veces, de su coste. Lo ideal sería que obtuvieran la información sobre su eficacia a partir de los estudios publicados en revistas académicas que tengan implantado un sistema de selección por revisión externa entre iguales, o de otros materiales como los manuales y los artículos de revisión, que están basados a su vez en investigaciones primarias como las de los ensayos. A lo peor, sin embargo, confiarán en las mentiras de los visitadores médicos de las farmacéuticas y en el “boca a oreja”.
Pero todo el mundo puede ser malo, tanto farmacéuticas como vendedores de plantas milagrosas. Así que hay que ser exigentes. No con las farmacéuticas, ni tampoco con los vendedores flower power. Hay que ser exigentes, sobre todo, con los procedimientos, los ensayos clínicos, los datos, los “a mí me funciona”, lo que ponemos a la venda en las farmacias (lugares que deberían ser garantistas), con las curaciones espontáneas, con las cosas que van contra las leyes físicas que conocemos y que no han sido suficientemente probadas. Con todo eso. Y con la ignorancia.
Vía | Mala Ciencia de Ben Goldacre